viernes, 29 de noviembre de 2013

Historias

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28 de noviembre. Año 2013.

Nunca he sabido qué historias contar. Hace casi veinte años, porque ya de todo pronto hará veinte años, le escribí a Jandro sobre la necesidad de crear. Sobre las limitaciones, sobre las excusas. Hubo una vez una mujer que le regaló su mejor canción a un amigo. Es uno de los temas que escucho en los naufragios, cuando recuerdo que, a pesar de sentirme sola a veces, hay un sinfín de gente que me quiere y que me quiere mucho.



Esta mañana estaba escuchando a Ángel Calleja hablar sobre cine: es un señor mayor, de Mérida, encantador, con una forma de narrar preciosa y emocionante. Le he pedido el teléfono como si tuviera delante a Paul Newman: con el mismo arrobado tono que hubiera usado con él. He visto a niños pataleando cuando ganaban los buenos y una lámpara de araña moverse por el ruido. Los pantalones cortos, los empujones por el mejor sitio.

Hoy he encontrado la historia que quiero contar. Y se la he regalado a otra persona.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Pons

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Algún día -le dije una vez- contaré toda la verdad sobre ti. Y diré que mucho de lo que escribo, le debe cientos de correos (y sí, son cientos), debates, encuentros, desencuentros y opiniones confrontadas, maneras de lectura y discusiones de las que me gustan a la relación que mantengo con este señor. 




Me lo encontré por Twitter (gracias, Twitter), o nos encontramos, yo qué sé. Le he entrevistado dos veces. De hecho, le entrevistó un compañero en la radio antes de que habláramos por vez primera (pero el teléfono se lo di yo). Una, cuando murió Kim Thompson. Otra, cuando hacía cien años del nacimiento de Ambrós. Hemos hablado de cómics, claro. Y de otras cosas. De muchas otras cosas.

Pero está aquí porque un día, durante muchos días, muchos correos, de una manera brutal, en pleno mes de agosto, me corrigió un texto. Escribes muy bien, me dijo. Y me lo echó para atrás. Una y otra y otra vez. Cada nueva versión que le mandaba. Escribes muy bien. Pero. Pero puedes hacerlo mejor. Pero tú no quieres escribir sobre esto. Pero estás preocupada por el sinfín de gente, con nombre y apellidos, que te va a leer. Y el sitio en el que se va a publicar. Y el resto.

Me encontré pensando en qué hubiera sido de mi capacidad si yo hubiera tenido un buen editor. Un editor como él. Alguien que leyera lo que escribo y me dijera: esto funciona, esto chirría, por ahí no, esto está bien y en esto hay que ahondar. Alguien que me empujara, como me empujó él, a contar lo que yo realmente quería contar. Ese ha sido, y es, y quizá sea, el artículo más personal que yo haya escrito alguna vez sobre un cómic. Harta de no encontrar el tono, cogí bebida y un paquete de tabaco, me senté, vomité lo que quise en media hora, sin releer y sin corregir y lo envié: "¿Ves? Esto no es publicable. No en una revista. En el blog sí. Pero porque yo soy una impúdica". "Esto no solo es publicable -respondió-. Es la mejor reseña que he leído de La infancia de Alan".

A menudo pienso si ese cómic de Guibert ha significado tanto para mí no solo por el cómic en sí, sino porque lo leí con Pons. Yo no he leído con nadie nunca. Ni siquiera hablo de libros con nadie, más allá de una recomendación puntual, más allá de "está muy bien" o "es una modernez". Tengo una relación tan íntima, o que yo creo tan íntima (y eso sí me da pudor) con ciertas obras que no me molesto en comentarlas, porque ya sé lo que son para mí. Me fijé, con él, en cosas en las que no me había percatado: analicé la memoria y los recuerdos y los recuerdos que he tapado y cómo la niñez es un lugar en el que a veces no sabemos si merece la pena vivir.

Daría un brazo por ir a una de sus clases.

Todo esto que cuento aquí (y más, mucho más) él ya lo sabe, porque se lo he dicho muchas veces. Pero escribir aquí siempre ha sido mi mejor manera de dar las gracias.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Cinco años

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© Fotografía Juan Mayo, del blog de Miguel Ángel Lama


Han pasado cinco años. Creo que me voy a acordar de ti todos los 25 de noviembre, sin que nadie me lo diga, sin que aparezca ninguna noticia en ningún medio de comunicación. 

He de escribir del vuelo / lo haré desde esa ausencia.

Cuando ya no estabas, yo terminé los textos de Ágora: "Sé que le hubiera gustado leer esto, porque yo le gustaba", escribí. Una vez le regalé un libro tuyo a una persona que, luego lo supe, no se lo merecía. Espero que le haya servido de algo, pero no volverá a ocurrir. Te recuerdo de vez en cuando. Cuando te leo. Cuando veo a tus amigos. Cuando abro un libro de Gamoneda. Cuando pienso que no sé escribir y te vuelvo a escuchar, como hace quince o dieciséis años, diciéndome que te habían asombrado mis textos. Te debo cierta parte de seguridad cuando encadeno una palabra con otra sin saber a dónde van a llevarme.

Y cuando visito Portugal. Cuando visito Portugal, también te veo.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Noviembre, día 20

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No tengo hijos. No voy a tenerlos. No se me dan bien, no sé hablar con los niños y se me olvidó cómo jugar cuando tenía cuatro años o así. Hace doce, cogí en brazos a mi primera sobrina. No es sobrina carnal, pero su padre era mi hermano. Se llama Miriam. Ahora, cuando me imagino en Nueva York, la veo a mi lado. La primera vez que me dio la mano para bajar las escaleras, lloré. Luego llegó Martina, a la que hice volar como Superman durante horas, y una bola oronda que se llama Marcos y que ahora me saca de quicio y me lleva a tiendas de cómics. Miriam tiene ahora 14 años y su padre sigue siendo mi hermano.

 Hasta que ellos llegaron, hasta que Martina, constipada y con fiebre, me tendió los brazos para que la cogiera y la abrazara, los niños lloraban cuando me veían. "Creo que notan que no te gustan", me dijo una vez alguien. Sigo sin saber cómo jugar con ellos, pero le doy patadas a un balón para que Hugo se ría de mí y yo haga como que me ofendo. No sé cómo jugar, pero los abrazo. Los abrazo mucho. Les digo que les quiero. Que son guapos. Que son inteligentes y estupendos. No les miento: lo son. Me gusta mucho oírles hablar. No, no me gusta: me admira oírles hablar.

Me gustaría haber crecido así. Hoy es el día internacional de los derechos de la infancia. Quiero que alguien les enseñe, de todas las maneras posibles, que no es ningún crimen cometer un error.

martes, 12 de noviembre de 2013

Diez años

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Algún día, quizá, solo quizá, se me olvide tu cara. O tu voz. O tus manos. O tu risa. O el color de tus ojos, la manera de cocinar unos spaguetti en el cuarto de atrás o de hacer café o de pedirme que me levantara yo aunque estuviéramos en tu casa. Quizá algún día no pueda evocar tu olor. No tengo la más remota idea. Lo que sé es que, una vez al año, una vez cada año y medio, me descubro echándote de menos como no he añorado nunca a nadie. Y, si hablo de ti, no lo mejora.


Estuve el sábado con una amiga y te recordé. Es decir, recordé la ausencia de miradas cuando te contaba algo, cuando nos daban las cuatro, o las cinco, o las seis de la mañana, y llevábamos hablando, los dos, solos, siete, ocho, nueve horas seguidas, empalmando un cigarro tras otro y un café tras otro —cargado, con leche, una y media de azúcar. Como yo. ¿Se me olvidará tu forma de fumar?— y yo hablaba. Es decir, yo hablaba, sin medias frases, sin dar las cosas por entendidas, explicando, explicándome —esta soy yo: esto que te cuento, esto que ves—, sin pararme a mitad de cada sentencia porque hubiéramos cambiado de tema —nunca cambiábamos de tema hasta que no estaba todo dicho—, sin pensar que ibas a asustarte, que ibas a desaparecer cuando supieras quién era yo, sin creer que algo te resultaría extraño, sin considerar que lo que pienso, lo que siento, mis ideas políticas, mi trabajo o mis reacciones son auténticas chorradas que no merecen ser escuchadas por nadie, y sin vergüenzas.

No he vuelto a hablar así con nadie. Lo intenté, pero se largó. A veces escuece y a veces da lo mismo.

Me han pasado muchas cosas en estos diez años. Las que tú ibas a comprender, ya no te las puedo contar.

Llevo una década buscándote y me he dado cuenta justo ahora.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Suicidios

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Me suicidé por primera vez a los 25. No lo busqué. No lo busqué, no lo planeé, tuve más frío del que he sentido jamás, descubrí todas las maneras en las que podía actuar como un animal herido que solo busca un refugio calentito pero quiere matarlo todo y quiere matarse a sí. Cuando camino por algunos lugares de Madrid, de vez en cuando, durante algún minuto de esos días caóticos, de repente, por un lugar, o por una charla con una mujer con la que siempre acabo desnudándome del todo, recuerdo a dos personas a las que nunca he visto, a las que nunca veré, que ya no están en mi vida, pero que me suicidaron. Una a los 25. Otra a los 32. También me morí pasados los 30 y a los 35. Yo me muero de a poquitos.



La última vez fui todas y cada una de las cosas que me aterran ser y que desprecio ser.
Dejé de escribir.
Estoy intentando descubrir, en este preciso instante, si lo que no te mata te hace más fuerte.