jueves, 25 de octubre de 2012

Cuando te vas del Daily Planet

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Se están yendo muchos. Yo sé de periodismo. Es decir, sé del afán por contar las cosas tal y como son: las cosas del exiguo mundo que manejamos, lo que nos llega. Sé de buscar palabras, para que las palabras digan lo que han de decir y ninguna otra cosa más. Sé de las incoherencias de este oficio, sé que este oficio es orgásmico, sé que yo no sería quien soy sin él y sé, además, que es una de las dos profesiones que podría ejercer sin tener ganas de pegarme un tiro.

Y sí: podría hablar de parcialidades y de editores y de la capacidad performativa del lenguaje y de cómo los medios construyen el mundo y hasta de la agenda y del discurso del poder y de la publicidad y de las grandes corporaciones y de cómo, hace mucho tiempo, fundar un periódico costaba dos duros. Esas cosas ya las sé. También sé que el 90 por ciento de la gente que habla de manipulación asimila la manipulación con la línea editorial (lo repetiremos, para torpes: si uno se da cuenta de que le están manipulando, no le están manipulando) y que ese mismo 90 por ciento es capaz de creerse la información que hay en una cadena de e-mails pero no una noticia del periódico de mayor tirada de su país o las imágenes que ve en televisión.

Si no fotografío esto, la gente como mi madre pensará que la guerra es lo que sale en televisión.
Kenneth Jarecke. Fotoperiodista.


Podría hablar de todo eso. Podría hablar también de que no, de que no cualquiera es periodista. Yo, de hecho, después de más de diez años de profesión, estoy verde como una vara verde y a veces estoy verde en mi misma área, que es cultura. Podría decir, y lo voy a decir, que sin periodismo y sin periodistas estaríamos todos jodidos. Porque lo que llega es poco, pero llega. Y llega porque otros lo cuentan, lo graban y lo fotografían.

Hay quien no se doblega y los matan.

Y hay quien se va.

Esta columna salió ayer en El Mundo. Y es imprescindible.

Personajes en limpio
por Manuel Jabois

OPINIÓN | Personajes en limpio
Cuando te vas del 'Daily Planet'
El periodista Clark Kent convertido en Superman.
El periodista Clark Kent convertido en Superman.

















Un día que andaba yo corriendo por el periódico, el subdirector me cogió del brazo y me dijo: “Qué te parece hacer una columna semanal”. Dije que me parecía bien, y escribí una columna, la primera de mi vida, sobre las prostitutas que se amontonaban en Reina Victoria. Se me censuró, claro, porque salía la palabra puta en cada línea. Fue como si en casa me hubiesen prohibido decir puta hasta tener audiencia: “ese lenguaje, cuando escribas en un periódico”. Exploté ante el folio, y al recibir la dirección mi artículo se quedó pálida, como si detrás de aquella fachada pública mía de cronista de plenos se agazapase un obseso sexual, que también.
Mi primera columna no salió. La segunda la titulé Pontevedra 501, pero el editor pensó que me refería al nombre genérico que llevaría el artículo y dejó salir la maqueta con el cajetín del título en blanco. Empezaba a pensar que me estaban tomando el pelo, y que todo era una maniobra antes de enviarme a corregir esquelas, cuando salió la tercera columna publicada sin ningún error, más allá de que yo no supiese escribir.
Necesité tres semanas para publicar mi primer artículo, y creo que necesitaría tres meses para escribir el último, en esa despedida pesada que practicó un colega de Local durante dos años “hasta que me salga uno bien”, y no hubo manera de que cogiese el finiquito. Por eso me sorprende la facilidad y la emoción contenida con que muchas firmas se han despedido de sus periódicos, con lo mucho que cuesta irse de la fiesta. Lo acaba de hacer Enric González saliendo de El País con una explicación en Jot Down (“He escrito estas líneas con vergüenza.Que yo deje un empleo carece de interés”) y lo hizo seis años atrás Arcadi Espada: “El periodismo se parece a la vida: no hay sentido, pero cualquier palabra tiene padre y madre. En realidad, ése es el sentido”.
Yo creo que marcharse de un medio de comunicación es como marcharse de una familia, por eso se necesita un talento especial para no acabar insultando a nadie en medio de la cena. “Estoy harto de tus jefes y de ti”, escribió Pérez Reverte en carta dirigida a Ramon Colom, director de RTVE. “Así que puedes tomar esta afirmación como motivo para abrir otro expediente más serio, por desacato, en lugar de esa estúpida parodia. Te regalo, como ves, veintiún años de antigüedad en el Estado (12 en PUEBLO y 9 en TVE) a cambio de mi dignidad y mi vergüenza, palabras cuyo sentido te hago el honor de imaginar que conoces. Que os den morcilla, Ramón. A ti y a Jordi García Candau”.
Javier Ortiz soportó la rara concepción que tenían muchos de sus lectores de la prensa libre: “¡Pero qué hace un tipo como tú escribiendo en El Mundo!”, como si un periódico tuviese que ser por defecto un rebaño: “Muchos de mis amigos y amigas no entienden que tomar esta decisión me haya costado Dios y ayuda. No se dan cuenta de la tupida red de lazos afectivos que uno puede establecer con un periódico para el que ha escrito durante 18 años”. 44 estuvo Bob Ryan en el Boston Globe hasta despedirse el pasado agosto. Su testimonio es prueba no del cambio de paradigma que dice Juan Luis Cebrián sino de falla tectónica: “Muchas de las personas con las que trabajé y admiraba habían nacido entre 1900 y 1920 (…) Dos de ellos nunca aprendieron a conducir un coche (…) Casi todo el mundo fumaba, y un porcentaje alarmante de periodistas deportivos eran alcohólicos reformados o funcionales”.
Ese periodismo nocherniego de alcohólicos y divorciados también ha ido desapareciendo poco a poco, por eso las despedidas no tienen aire a testamento, como Umbral dictando en su lecho de muerte 'Las uvas agraces'. No hay dinero para bodas ni para botellas, y el riesgo de viajar a una guerra con mochila ha sido sustituido por esquivar whatsapps de un concejal entendido en subtítulos. A veces viene alguien más joven a preguntarme por alguna hazaña de los buenos tiempos, cuando se trabajaba cobrando, y siempre cuento que una vez estaba escribiendo un reportaje, me miré de reojo en un espejo y me vi con unos pantalones dockers y una camisa por dentro. Pensé que aquello no era un periodista ni era nada, así que me levanté inmediatamente, salí a la calle a ponerme un piercing y volví para acabar el reportaje, que fue un reportaje de mierda, y yo me quedé como un gilipollas con un clavo en la ceja diez años. Ni siquiera me lo pagó el periódico.
Joan Perucho escribió en julio de 2003 este artículo. “Todo pasa en el tiempo y mi vida pasa también. En ella oigo los pájaros cantar sobre mi cabeza y las alondras volar alrededor de mí. Estoy cansado y enfermo y, por lo tanto, me es imposible continuar con mis tareas; o sea, seguir mis colaboraciones desde siempre con La Vanguardia (…) Estoy tendido en mi sofá ante el retazo que mi madre recortó cuando venía del frente, de La Vanguardia: Oración por los caídos, y con mi gata Luna sobre mi regazo, esperando mis caricias. Me estoy adormeciendo junto a mis queridos libros, recordando a mis amigos los lectores”. Murió tres meses después.
Quedan muchos actos heroicos y se recuperarán otros con el tiempo, pero mientras tanto nos entretenemos despidiéndonos –miles del oficio, algunos de los periódicos- mirando a los lados para tomar nota cuando toque. Así Indro Montanelli, todo dignidad, yéndose de Il Giornale: “Este es el último artículo que aparece con mi firma en el periódico que fundé y que he dirigido durante veinte años. Durante veinte años este ha sido -y mis compañeros de trabajo pueden testimoniarlo- mi pasión, mi orgullo, mi tormento, mi vida. Pero lo que siento a la hora de dejarlo es sólo asunto mío: los tonos patéticos no van conmigo y nada me resulta tan insoportable como el lloriqueo”. Dijo, un 14 de enero de 1994, haberlo resistido todo, salvo una cosa: “la promesa a la redacción, a mi redacción, de conspicuos beneficios si se adaptaba a sus gustos y deseos, es decir, si se rebelaba contra los míos. Llegados a este punto no tenía más que una opción. O resignarme a ser el altavoz de Berlusconi. O irme”.
Antes citaba a Cebrián, que se despidió de El País como director hace 24 años: “A su lado [se refiere a Jesús de Polanco] he aprendido el humanismo que encierra el mundo de la empresa y de la economía, algo demasiado desconocido para los españoles, castigados durante décadas por el capitalismo feudal y agrario, víctimas hoy del éxito de los especuladores financieros, y huérfanos del espíritu saintsimoniano que ha facilitado el desarrollo industrial y tecnológico de tantos países”. “Me voy”, dijo el ex director de El País, “pero me quedo”.
“Comencemos este último artículo robando, que es lo que mejor sabe hacer todo articulista que se precie: ‘Si muero, dejad el balcón abierto”, escribió Antonio Avendaño para despedirse de Público, donde además de Lorca recordó a Dylan y su pregunta de quién mató a Norma Jean: “Yo, dijo la ciudad”. Algo que no sé por qué me evoca al niño de la canción de Los Enemigos que se suicidó dejando una nota: “Id a por el pan, que yo no voy a ir”.
“Desde la fundación de este periódico, en 1917, escribo en él y en España sólo en él he escrito. Sus páginas han soportado casi entera mi obra. Ahora es preciso peregrinar en busca de otro hogar intelectual. Ya se encontrará. ¡Adiós, lectores míos!”, se despidió Ortega y Gasset de El Sol. Años después Indalecio Prieto también paró de escribir en Informaciones. No se le puede reprochar que no tuviese una buena excusa. Ni bronca con los propietarios, ni divergencias ideológicas, ni presiones del Gobierno ni una oferta de la competencia. Todo lo más, una Guerra Civil y un Ministerio: “Yo hubiera querido contribuir antes desde el Gobierno con mi esfuerzo a evitar la insurrección. El juego de la política frustró entonces el intento, porque encontré cerrado el paso. Hoy, en horas dificílisimas, se me llama para sofocar la sublevación. Acudo al llamamiento sin titubear y voy donde se me ordena”.
Hogar intelectual, dijo Ortega. Lo dejó Anson, que tanto había contribuido a formarlo en Abc (“Al volver la vista atrás (…) se me enreda la tristeza en los puntos de la pluma antes de firmar mi artículo de adiós”). Y lo dejó en 1977 Jean D’Ormesson, que dirigía Le Figaro, por diferencias con el propietario. Serge July, cofundador del 'Liberation' con Sartre, abandonó el periódico obligado por el accionista mayoritario, Eduoard de Rotschild. “En esta situación ‘revolucionaria’ hay que tomar cien iniciativas al mismo tiempo. Pero, por falta de medios suficientes, no se toman. Y en las revoluciones, más que en otros momentos, el tiempo perdido no sólo no se recupera sino que se convierte en un elemento violentamente hostil”.
Por diferencias con su país, directamente, lo dejó Paul C. Robertson, editor del Wall Street Journal que se largó del oficio: “Los medios de comunicación americanos no sirven a la verdad. Sirven al gobierno y los grupos de interés que respaldan al gobierno (…) Cuando la pluma es censurada y puede que sea extinguida, me retiro”. A Antonio Fontán también le cerró el diario Madrid su país, concretamente su dictadura: “Colaborador de la tercera página desde aquel mismo septiembre y director del diario desde abril de 1967, he sido testigo y actor de este generoso empeño. Las principales vicisitudes y dificultades de estos años son de todos conocidas. De nuestros aciertos y de nuestros errores no soy yo el llamado a opinar (…) La historia de este capitulo de la vida periodística española contemporánea se escribirá en su día”.
“Una columna, en el mejor de los casos”, dijo Eduardo Mendoza en su adiós de El País, “ha de ser un impreciso sismógrafo, algo así como la previsión del tiempo: igual de falible y de científica, porque se elabora a base de mirar las nubes y ver por dónde sopla el viento. No en vano ocupa el último espacio del diario para los que lo leemos de delante a atrás”. Dijo adiós con orgullo: no falló ningún lunes y nunca utilizó el fútbol como metáfora de la vida.
“Es conveniente que las despedidas siempre sean breves. No es esto un aria de ópera para poner ahora un interminable adio, adio. Adiós, por tanto. ¿Hasta otro día? Sinceramente, no creo”, dijo Saramago a los lectores de su blog. Pero TS Eliot, que era poeta, escribió en prosa una larguísima despedida de su revista literaria 'The Criterion', condenada sin él al cierre: “No serán los grandes órganos de opinión, o las viejas revistas; serán los periódicos pequeños y remotos, que apenas son leídos por nadie salvo sus propios colaboradores, los que mantendrán vivo el pensamiento crítico, y darán estímulo a los escritores de verdadero talento”.
Borja Hermoso se fue de EL MUNDO: “He pasado aquí años y sensaciones que no puedo definir porque, sólo de pensarlo, las bolas de la garganta van transformando las gotas dulces de la lluvia en lágrimas de agua salada. Gente, cosas, risas, llantos, artículos, amigos, gente maravillosa, seres mediocres, ladinos y envidiosos, experiencias, enseñanzas, abrazos, besos, amores, desamores, cine, vida”. Y Carlos Boyero dijo adiós al mismo periódico a través de aquel chat suyo en el que le pregunté una semana tras otra por un compañero mío de Diario de Pontevedra al que quise darle una sorpresa que finalmente trocó en desgracia: “Carlos, una vez más, ¿qué te parece el crítico Ramón Rozas?”. “Pues que eres la hostia, Ramón Rozas”, terminó contestando.
No fue mi último altercado con Boyero. Una compañera buscaba documentación sobre el pontevedrés Jorge Castillo y su última película, Schubert. Encontré una crítica durísima de Boyero y se la leí en alto añadiendo una morcilla: “En fin, un bodrio. Pero qué se puede esperar de alguien de Pontevedra”. Nunca pensé que mi compañera decidiese acabar con ella la entrevista. “¿Pero eso ha dicho?”, gritó Castillo. “En fin, está loco, está loco. Tú misma lo ves”.
Wenceslao Fernández Flórez se fue con un alegre ¡Hasta la vista! de La Codorniz: “Yo soy, sencillamente, un hombre muy serio que siente la necesidad de atacar en sus escritos aquellas costumbres y modalidades que le descontentan”. Probablemente su contemporáneo Camba se despidió con algún refrito, que acabaron siendo tan célebres como sus mejores artículos –si no eran lo mismo-, pero fue famosa su llegada a Abc: “A los lectores de Abc yo no voy a decirles lo que gano, ni lo que como, ni lo que peso; pero quiero que sepan mi nombre y que se familiaricen pronto conmigo. Entrar en un periódico es para uno como entrar en el seno de una familia desconocida”.
Pedro Schwartz decidió dejar La Vanguardia tras ocho años y 250 artículos. Su adiós en 2006 sigue vigente, como si hubiese conseguido hacer una columna eterna, nada difícil en Cataluña, por lo demás, donde casi todo es retorno: “Abandono el empeño (…) porque tengo la triste impresión de que mis esfuerzos no han servido para nada: la burguesía de Catalunya, mi querida Catalunya, se va alejando inexorablemente de nosotros, los pobres liberales del ‘Estado español’, en busca de un Santo Grial comunitario”. Reconocía Schwartz, al final de su artículo, que había empezado a felicitar a los jóvenes catalanes por lo bien que pronunciaban el español. Cuatro años después se retiraba Félix de Azúa de El Periódico de Catalunya: “La ruina ha ido ensombreciendo la vida en común hasta el punto de que la próxima campaña electoral está derivando nada menos que en un simulacro de guerra civil. De un lado los insensatos que usurpan el nombre del socialismo, del otro los corruptos que dicen ser populares. (...) En estas circunstancias, la verdad, es inútil tratar de influir en la vida pública, así que me voy a los cuarteles de invierno a ver si logro hacer algo de provecho”.
La vida de un hombre, según Lee Iacocca, presidente en tiempos de Chrysler y columnista en Los Ángeles Times –que distribuía su artículo a Abc- se divide en tres fases. La primera de preparación, la segunda de ejecución y la tercera de contribución. “Algunos se conforman con una caña de pescar o un palo de golf y llaman eso descanso, pero para mí no es descanso; no es más que venganza, desquitarse por todos esos años de presión y duro trabajo”, dijo en su columna de despedida. Y tanto. Cuenta Arcadi Espada que la esposa de Homero Expósito decía que el compositor había hecho de Chau… no va más 63 versiones. “Yo le decía: ‘¿Hasta cuándo te vas a torturar con eso?’. Me contestaba: ‘Es que no quiero que después venga ningún boludo a decirme que la coma está mal puesta”. Espada se despidió de El País bailando un tango.
A mí este artículo se me ha ido de las manos, pues debería salir el domingo y a estas alturas del párrafo ya estamos a martes. Si habré llegado lejos con él que ha terminado por dimitir Superman, también por diferencias con los nuevos propietarios: “Esto es lo que ocurre cuando un tipo de 27 años se sienta tras un escritorio y tiene que acatar las órdenes de una gran corporación que en realidad no tiene nada que ver con sus intereses”, dice el autor. Tras irse del Daily Planet, los guionistas se plantean que Superman monte un Huffington Post o un Drudge Report, o sea que bajo la fachada normal y conocida de Superman se oculte Arianna Huffington. Además de salvar el mundo quiere salvar el periodismo dándole la oportunidad de su vida a jóvenes promesas: la oportunidad de convertirlo a él en inmensamente rico.
Ahora debería cerrar yo este texto a lo grande y para ello he descubierto de golpe que se exige mi cabeza, o sea mi despedida. Como si todo lo expuesto fuese estrechando el camino muy a mi pesar hasta dejarme a mí sólo una salida. El Artículo puede con el Autor y demanda su adiós para que el Artículo triunfe; el Artículo le está doblando el pulso al Autor, que de repente se da cuenta de que va a perder su trabajo por tonto. A mi casa se le ha puesto esa luz sombría que se le pone a las casas con recién nacido y un padre que lo va a dejar sin sustento por un final redondo.
Déjenme que por una vez en la vida prefiera sacrificar el Artículo y mantener con vida al Autor, de momento, por el mismo motivo por el que podría hacer lo contrario, que es la obsesión; me resulta imposible que entre tantas palabras escritas ahí arriba no haya una coma mal puesta.

* Documentación: Verónica Puertollano

miércoles, 24 de octubre de 2012

Mira, Traga

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Resulta que Monsieur Lange, y Droid, y Chuschao y los demás, con Vértigo también, que ahora se llama Pancho-Vertigen, han creado un foro de cine. Otro más, que hacía falta. Y resulta que me voy a Argentina, que está tan cerca de Uruguay y que, cuando leo ciertos mensajes, de ciertos temas, escritos por cierta gente que ahora creció y que tiene hijos y ha publicado libros y ha seguido viviendo a mi lado, más o menos, con esa cercanía que a veces da la gente a la que no has visto nunca y no sabes si vas a ver, regreso a ti de nuevo y a la tristeza.

Se diría que un ave de bronce emerge de una superficie de mercurio. 
Es sólo un pajarraco, posiblemente una garza, emergiendo del White Rock Lake,
pero se ve como el resurgimiento de Terminator.
La imagen y la leyenda son de Tragamuvis.

 Miro textos viejos. Releo tus poemas, me acuerdo de tu voz, tengo grabada tu voz. Pienso en Pablo, con el que no caminaré por Buenos Aires, y en m0ntaraz, y en Neno, que me hizo leer algunos hechos de la única manera en la que podré leerlos, en la manera en que él me hizo ser esto que soy, o estas partes que soy y, de rebote, porque el corazón hace estas cosas una noche cualquiera de finales de octubre, también pienso en la gente que se fue, en quien se acabó de ir hace casi cuatro meses y no va a volver ya más.

No es cierto que la música sigue sonando. No es cierto. Supongo que, como siempre, acabo deseando que la sinfonía hubiera sido más larga. Unos años más larga. Toda la vida más larga.

Se me dan mal las pérdidas y las despedidas. Y no saber qué ocurrió, qué hice, qué dejé de hacer, en qué momento debí cerrar la boca.

Echo de menos que me crezcas.

Echo mucho de menos que me crezcas.

martes, 23 de octubre de 2012

La niña de sus ojos / Intimidades

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Joyce se me aparece, otra vez, como lo hizo en la Facultad, con Michael esperando bajo el frío en Dublineses. Nunca he leído el Ulises, pero sí me ventilé, cuando tenía 12 años, con una mezcla de asombro, pavor y excitación, sus Cartas a Nora, en una biblioteca de pueblo, de pie. Siempre había pensado en Joyce como en un Kierkegaard cualquiera, con sus paseos a las cinco en punto de la tarde y jamás me imaginé que fuera tan absolutamente pornográfico. Ahora leo La niña de sus ojos, sobre Lucia Joyce, sobre Mary M. Talbot, sobre Bryan Talbot, sobre Samuel Beckett, sobre James S. Atherton y pienso que, al final, una necesita sus propios ajustes de cuentas, cuando ya no pueden leerlos.

Y esas mujeres.

Las que no supieron, las que se volvieron locas, a las que internaron en sanatorios porque vivieron en la época equivocada, o las que murieron intentando controlar su cuerpo, como ocurre en Intimidades, de Leela Corman (sí, ya lo sé: ¡confundí el Lower East Side con el Upper East Side! ¡Yo! ¡La que se compró hasta la guía de los cómics de Nueva York!). Las dos son historias tristes. Una la cuenta a cuchilladas, de una manera totalmente asentimental, unas elipsis que te dejan construir la parte del discurso que te falta (lo que no, te lo ofrecen las caras, unos ojos, un rictus). Las dos hablan de la dualidad, de la identidad propia, de la supervivencia, de la formación. De la ropa tendida, de relaciones que nunca son mágicas.



Siempre me ha interesado por qué la gente elige una forma determinada de contar y cómo mi propio mundo, tan pequeño, tan de andar por casa, es capaz de interpretarla. Qué se elige en el encuadre de una viñeta, qué se saca del encuadre de una fotografía, por qué un trazo, por qué una luz, por qué una nota. Por qué, al final, yo leo lo que leo y por qué sé, al instante, nada más pasar la última página de esos dos libros, Intimidades, La niña de sus ojos, que lo único que voy a ser capaz de recordar dentro de unos meses es la pena.

lunes, 22 de octubre de 2012

Una cosa pequeña

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He hecho mi primera reseña de un cómic. Me la pidió Pepo Pérez. No tengo idea de por qué, ni de cómo dio conmigo. Es una cosa tonta, tiene 1000 palabras, que son apenas un par de párrafos y no he contado lo más importante.

Lo más importante es que he hecho una reseña de un cómic y no te la voy a poder mandar.