domingo, 31 de octubre de 2010

Strand

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En Think Coffee también ponen un café magnífico. Adoro al New York Times por reseñarme estos lugares. Hay cuadros en las paredes, pinturas de Adriana Ehmad. Acabo de estar, por orden, en la Forbidden Planet y en la Strand. Y me he venido a tomar un café para que se me pase la impresión.



Forbidden Planet es parecida a Midtown Comics y a cualquier librería de cómics, supongo (para mí, tiene más encanto la primera, pero tampoco sabría decir por qué). Con muchísimo merchandising, además, desde figuras de Edgar Allan Poe y Charles Dickens hasta una estatua bien hermosa de Puñal. De nuevo el recuerdo de un quiosco, en Montijo, con nuestra paguita que gastar en historietas, desde el TBO hasta El Caballero Luna; de nuevo la imagen de mi madre trayéndonos un puñado de ellos cuando teníamos que quedarnos en cama, como durante mi sarampión de los tres años. Los libros que me llevaría son demasiado voluminosos, pero curioseo durante mucho rato.



Menos del que voy a pasarme en la Strand. Ya sé qué cuaderno le voy a comprar a Elías Moro: uno de esta librería grandísima y mareante (no sé ni hacia dónde mirar) en la que hay tres plantas y un sótano y en la que los empleados cogen cajas y más cajas y se toman un café mientras hojean un libro.



No cierro la boca en toda la visita. No puedo verme, pero sé que me brillan los ojos. Fotografía, arte, historia americana, historia militar, viajes, cocina, libros usados, novedades, separadores, marcapáginas con citas, bolsas, cuadernos en blanco y libros, libros, libros, libros. Tackeray en cuero, Lewis Carroll completo e ilustrado (lo cojo para llevármelo, junto a otro de Howard Zinn, dos libretas y algo más: cuando me doy cuenta del peso, devuelvo cada cosa a su sitio y pospongo la visita para cuando me vaya a ir a casa, que no es plan de ir cargando con todo eso), Omar Khayyam, Herman Melville (primera edición de Moby Dick, sin precio), Wilde, Auster (firmados), cómics, una sección de arte inmensa, otra de arquitectura no menos inmensa y la tercera planta.



La tercera planta es la de las primeras ediciones, libros para bibliófilos y publicaciones raras, como alguna del siglo catapún sobre las flores de Nueva Guinea. En la tercera planta hay un busto de Mark Twain, un par de restauradores cosiendo libros y varios Dickens a más de 400 dólares. Las obras completas, desde el Pickwick a Our Mutual Friend, cuestan 1.800. Quiero ser rica. Y quiero hacer fotos, pero me da mucha vergüenza preguntar -Roy, por favor, hazlas tú por mí-. Veo a Shakespeare, al Dr Johnson, a Lawrence (firmado), muchos libros de fotografía inmensos y, de nuevo, a más gente querida. Camino despacito y me fijo en cada título, en los lomos gastados, en los carteles que explican que ciertos libros no tienen precio y que se pregunte al dependiente, en las letras de oro y el cosido robusto que ha hecho que ahora estén ahí, al alcance de mi mano (pero no de mi bolsillo). Había visto las imágenes de Roy en el foro de Nueva York, pero jamás me imaginé que fuera tan hermosa, tan grandísima, tan caótica -con sus cajas y los dependientes de un lado a otro-, tan ordenadísima y tan calmada a la vez, porque, a pesar de la cantidad de gente que hay, que es mucha, es un sitio silencioso. Parecido a una biblioteca.

Me acuerdo muchísimo de mi hermano. Lo que disfrutaría aquí. Lo que disfrutaría yo viendo sus ojos.

Tenemos que venir juntos.

8 de septiembre.

sábado, 30 de octubre de 2010

Union Square

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-Prueba apple cider-, me dice Robert.



Invertí un día entero en el Greenwich Village. Aún no me explico cómo hay quienes pueden ver tanto en tan poco tiempo, a no ser que tengan una ruta muy definida y no callejeen tanto como yo. Hoy planeo Flatiron y Garment Districts porque hay mercado. El cielo está encapotadísimo, perfecto para las fotos y creo que antes de irme me pasaré por el puerto para dispararle al perfil de Manhattan. Me ha salido una ampolla en el pie derecho, así que supongo que iré más lenta. Mientras tanto, desayuno en el Legal Grounds, hablo con X (como todos los días) y me cuenta.

Qué duro es vivir, a veces.



Mi ampolla catedralicia (por el tamaño) y yo nos dirigimos al Union Square Greenmarket de los miércoles, jodiéndonos cordial y mutuamente. Aprendiendo a convivir. Ejerciendo alguna su dictadura, porque no se me ha ocurrido pasar por el puerto. Esto es un mercado al aire libre, de los que a mí me gustan, con los productores locales vendiendo, carteles de información de dónde están las granjas (aquí lo local es, más bien, a dos horas en coche a la redonda) y folletos aclaratorios: no usamos pesticidas, no usamos transgénicos, zumos libres de azúcar. En Union Square también hay mesas para que mi ampolla y yo nos sentemos un rato y se me acerquen las palomas, y cocineros comprando verdura. Frutas, dulces, quesos, flores que no había visto nunca y un joven hindú leyendo un best-seller al que debería hacerle una foto porque tiene una cara interesantísima...



Estoy sentada enfrente de la escultura que hizo Henry Kirke Brown de Abraham Lincoln. Tomándome un apple cider frío, zumo de manzana del Hudson Valley, entre edificios imponentes con depósitos de agua en el techo. Hay tantísima gente en la calle que parece que ningún neoyorquino trabaja. Ayudo a una mujer a meter sus bolsas en un carrito. Antes, en Jersey City, una agente ha cruzado conmigo la calle. Son eso: agentes que te ayudan a cruzar la calle, porque ya ha comenzado el colegio y los escolares caminan por ahí con sus mochilas. Ayer vi a muchos jóvenes en el edificio de bienvenida de la New York University: son iguales, en todos los sitios: con esa sensación de que el mundo es abarcable, de que es algo que cabe en la palma de la mano, y no una cosa inextricable que al final vas construyendo con los escombros que puedes arrastrar por ahí. Ahora pasan unos 20 pequeños, con sus profesores. Vienen a jugar al Evelyn's Playground de Union Square. Todos son rubísimos, uniformados, ellos y ellas: pantalón negro, camiseta burdeos, con un escudo en dorado. Qué buena manera de pasar el recreo, jugando en el parque con otros niños.

El cielo se ha despejado y el sol me hace guiños entre las hojas de los árboles.

Cada día me gusta más esta ciudad.

8 de septiembre.

viernes, 29 de octubre de 2010

Nocturnas en Jersey

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He vuelto a casa y como Wasabi Peas, que realmente quitarían toda la sinusitis del mundo: es un sabor nuevo y curioso. Salgo a hacer fotos nocturnas: no sé qué tal habrán salido pero supongo que, si no se amplían mucho, hasta darán la sensación de que no están movidas, cosa que dudo porque hacía un viento que ni con peso en el trípode. Además, no sé dónde he acabado pero no era el lugar de ayer, aunque también ofrece vistas interesantes de Manhattan. Habrá que ir una mañana, después del desayuno en Legal Grounds.



Dentro de tres cuartos de hora sacamos a Boule, que ha ido hoy al veterinario. Le he cogido mucho cariño a ese perro tan bueno, que me recibe moviendo el rabo y se acerca timidillo para que le acaricie. Lo dejaron abandonado, estaba en un solar y el dueño del solar, un gallego, le daba de comer, pero ha debido de pasarlo muy mal. Ahora está mimadísimo y me gusta que así sea, porque es, realmente, un animal muy noble.



Un animal muy noble al que su dueño acaba sacando a las dos de la mañana, sin mí, porque se ha quedado dormido.

7 de septiembre.

jueves, 28 de octubre de 2010

De tabernas y de series

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Debería poderse fumar una un cigarro en este lugar. Estoy en la White Horse Tavern, donde Dylan Thomas se tomó algún whisky de más que le hizo despedirse de este mundo al día siguiente. En la tele, el tenis. En el techo, lámparas con caballos. Un reloj de péndulo, más caballos blancos y parroquianos mayores de tertulia. Salvo los camareros, soy la única mujer.

White Horse.

Greenwich Village es un barrio muy literario y me gusta por eso. He visto varias librerías diferentes, alguna biblioteca pública hermosa y edificios memorables.

Aquí se rodó Sola en la oscuridad.

Y aquí se rodaba El show de Bill Cosby.

El camino me lleva a 66 Perry Street, la casa en la que vivía Carrie Bradshaw. Soy una fan confesa de Sexo en Nueva York. Supongo que, en los 90, una serie con cuatro amigas hablando de sexo tan abiertamente tuvo que ser todo un acontecimiento, pero yo la vi más tarde, casi quince años más tarde, y me apasionó igualmente. Desde luego, si me pongo a analizar, sí, vale, está bien: son cuatro mujeres pretendidamente independientes que se pasan (al menos tres de ellas) la serie entera buscando al hombre perfecto. Al príncipe azul con el que formar una familia. Pero, a pesar de eso, me hacen mucha gracia estas cuatro mujeres, así que fotografío la puerta de la casa de Carrie Bradshaw, con su cartel correspondiente de No trespassing, como antes he fotografiado el Onieal's Pub o la Louis K. Meisel Gallery.

Casa de Carrie Bradshaw.

También le disparo al bloque de edificios de Friends: no he visto mucho la serie, así que no lo identificaría si no fuera por las tres turistas que hay haciendo lo mismo que yo al otro lado de la calle. Casi nadie camina después unos pasitos hacia adelante para encontrarse con los muy poco fotografiables (un árbol los tapa enteros) Twin Peaks, dos edificios preciosos de Clifford Daily.

Edificio de Friends.

Las Twin Peaks.

Antes he estado, también, por la orilla del Hudson para ver las Torres de Perry Street, y los almacenes destartalados de la calle Leroy, que me encantan, para dirigirme a St Luke's Place, donde, en una casa con una puerta pequeñita que no encuentro al primer vistazo, se rodó Sola en la oscuridad. Es el número 4 y en el número 10 hay una pintada: "Theo was here". Theo, el hijo mayor de Bill Cosby. Él escribió un libro delicioso y divertido sobre ser padre que yo leí hace mucho tiempo y que todavía está en mi casa. Luego, me tiro un café encima (muy rico, de Joe) y recuerdo la emoción que me produjo ver la casa de Willa Cather: allí escribió tres novelas y hacía tertulias los viernes: D. H. Lawrence era asiduo. Todos ellos pisaron estas calles: Carter, Lawrence, cummings, Wharton, Thomas y Edna St Vincent Millay, la poeta irreverente que ganó el Pulitzer con su Ballad of the Harp Weaver y que vivía en el 75 1/2 de Bedford Street, la casa más estrecha de Nueva York, que luego ocupó Cary Grant.

La casa de Edna y de Cary.

Alguien preguntó una vez si merecía la pena el Greenwich. Yo no podría elegir un barrio de Nueva York, porque viviría en cualquiera de ellos, pero no me lo perdería en una visita por nada del mundo. Es un lugar tranquilo, con pinta de barrio, los vecinos saludándose a la puerta, las flores en cada casa cuidadísimas y todos esos espacios que habitaron gentes que nos construyeron, personas a las que amo. Cuando me despedí de los camareros del Funayama, me sonrieron:

-See you again.
Yo hice una mueca triste:
-Ojalá.

7 de septiembre.

miércoles, 27 de octubre de 2010

En el Funayama

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Estoy enamorada. Estoy tan enamorada que voy a comer con vino, para celebrarlo (es la primera vez que bebo sola) en el Funayama, un restaurante japonés con sushi de la calle Greenwich, al lado del Jefferson Market. Una copa de Chardonnay acompañada de un sushi magnífico: quien diga que no se come bien en esta ciudad es que no sabe buscar (tampoco es que yo sea demasiado exigente). De postre, me acaban de traer una naranja ya cortada, jugosísima y muy rica, con ese punto de acidez que me gusta a mí. Mientras acabo mi copa de vino, escribo y sonrío: a mi lado, los trabajadores del restaurante están comiendo: pescado (parece dorada o lubina) con un cuenco de arroz. Qué maestría con los palillos, que a mí me parecen los cubiertos más difíciles de utilizar. Cuando acabo de comerme la naranja con las manos, veo que hay un palito de madera debajo. Han debido de pensar que soy una cerda: más que nada, porque yo el sushi acabo comiéndomelo con las manos también.

La casa de Willa Cather.

Me temo que voy a salir de aquí medio borracha. Pero el vino está muy rico. Y el barrio lo merece, con sus casas de ladrillo recubiertas de hiedra, sus columnas, sus puertas coloridas, sus llamadores hermosos, sus muchas librerías, esas escaleras en las que sentarse y ese parque, de nuevo otro parque, con tantísima vida.



Me quedan nueve días en esta ciudad. Nueve días pequeñitos, sin horas suficientes, sin tiempo para acariciar a Boule a todas horas, para hablar más con Robert, para pasear por las calles de Manhattan como si realmente viviera aquí. Me quedan nueve días y un concierto de Sonny Rollins y un fin de semana largo por delante y la morriña de la despedida, que va a ser muy dura. Decido después la ruta, con el último trago de vino: Perry y Bank. Allá vamos.

7 de septiembre.

martes, 26 de octubre de 2010

Una mujer del barrio

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Legal Grounds.

Pensaba ir al Flatiron District, pero mañana hay mercado en Union Square y quiero verlo. Me encamino hacia Greenwich. Aquí vivieron Edward Albee, Emma Lazarus y Mark Twain. También Anne Charlotte Lynch, en cuya casa leyó Poe El cuervo por primera vez. Aquí, también, hay cientos de árboles dando sombra a las casas y a las iglesias.

Washington Square Park.



Y un parque en el que hay un soldado tatuado, un par de mendigos durmiendo, un yuppie trajeado mirando compulsivamente su iPad, un joven que se baña en una fuente y decenas de turistas fotografiando un arco que conmemora el centenario de la proclamación de George Washington como presidente de los Estados Unidos de América.

Patchin Place.

La casa de Emma Lazarus.

Están restaurando la Jefferson Market Courthouse y sólo se ve su reloj imponente. Lo demás está cubierto y me digo que eso y los museos, que no sé si veré porque las calles de este lugar me apasionan tanto que sólo pienso en caminar, pueden ser una buena excusa para visitar Nueva York otra vez, aunque no las necesito. Podría quedarme aquí eternamente. En eso pienso, emocionada, cuando veo la casa de Emma Lazarus. Mientras le estoy haciendo fotos, una señora muy mayor con un carrito se detiene frente a mí:

-¿Te gusta?
Asiento.
-Yo vivo aquí. Ven conmigo, que voy a enseñarte una cosa. La placa está muy sucia y no se ve muy bien.


Yo tenía la dirección equivocada. 24 10th Street, había apuntado y era el número 14. La puerta de la casa tiene un arco que tapa la placa con su nombre: Mark Twain.

La casa de Mark Twain.

-Debería ser más grande y estar más limpia.
-Ya no se lee a Tom Sawyer. Pocos vienen a fotografiar este lugar.

Washington Mews.

De hecho, no me encuentro a turistas en el Greenwich. Pero, sin embargo, yo ayer vi los libros que mandan en el colegio: Fahrenheit 451, las poesías de Emily Dickinson y Walt Whitman, Oscar Wilde, Julio Verne, Las aventuras de Hucleberry Finn.

Casa de Edith Wharton.

Se me han saltado las lágrimas. Camino flotando, después, con la sonrisa permanente en la boca, con el agradecimiento infinito en el alma, porque, de no ser por ese encuentro, yo jamás hubiera hallado la verdadera casa de Samuel Langhorne Clemens, el señor que me hizo amar los barcos de vapor, la ironía desmedida y a los niños que juran para desahogarse.

Esto parece una iglesia, pero es una casa particular.

Y así, flotando, llego hasta Patchin Place, que habitaron e.e. cummings, Eugene O'Neill y John Reed, que escribió aquí Diez días que estremecieron al mundo. Me estoy enamorando de este lugar. Como me enamoro de las viejas caballerizas de Washington Mews, una calle privada por la que paseo para fotografiar las puertas y los balconcitos llenos de flores.

La Jefferson, en restauración.

Tampoco estaría mal vivir aquí. O en alguna de las casas que dan al parque en el que ahora escribo, viendo caminar a la gente que sí tiene la suerte de habitar este espacio hermoso.

Casa de Anne Charlotte Lynch.

7 de septiembre.

lunes, 25 de octubre de 2010

Una botella de vino

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Hoy no será a las diez. Cuando estamos a punto de sacar a Boule, llama Fernanda. Una mujer apabullante, budista, periodista y fotógrafa. Vamos a su casa, los tres (Robert, Boule y yo), Robert descorcha una botella de vino (argentino, como ella) y lo que prometía ser una copa rápida acaba con la botella vacía y un paseo al lado del río a la una de la madrugada. Hoy descubro que hay vida más allá del Legal Grounds. Una vida inmensa, con el Empire State iluminado de azul, al otro lado del monumento por el 11-S, una viga de las torres en las que hay flores y banderas: algunas, totalmente secas y polvorientas.


Hablamos de cómo se vivió aquel día. Robert estaba en Manhattan, en el Midtown, y no vio nada. Fernanda hizo fotos para periódicos que no ha querido volver a mirar desde entonces. Antes nos hemos estado riendo mucho. Me hablan del happy ending ("¿esto qué es? ¿Una costumbre local!"). Con masaje tántrico o sin masaje tántrico, pero con masturbación incluida al final ("son pajistas", me dice Robert. Lo de "pajistas" lo aprendimos de Mónica, hablando de una puta de Ballesta a la que yo me encontré cuando Nerea y yo salimos a analizar los espacios públicos del barrio). Masturbación manual o sexo oral ("claro que algunos siguen, si tú quieres"). La charla lleva al sexo, a las relaciones y a la necesidad de tocarse, sin connotación sexual alguna, una caricia, un abrazo, un achuchón. Robert recuerda el día en que me presentó a un hindú y yo me acerqué a darle la mano: la cara de susto que puso el chico era la misma que si hubiera sacado un cuchillo jamonero. Los americanos no se tocan. O se tocan poco. Y a mí eso siempre me ha parecido muy triste, porque yo sin el contacto físico no puedo vivir. Me acuerdo de Elías Moro (tengo que llevarle un cuaderno, pero aún no he visto ninguno que me guste para él), que también es como yo, cariñosísimo. Siempre me ha parecido una tristeza acotar todos esos centímetros cuadrados de piel a una sola persona que luego, además, puede largarse por donde ha venido. De ahí llegamos a las parejas. "Todo comienza muy rápido y se termina muy lento. Y es muy duro".

El vino está muy bueno y siempre desata la lengua.

-¡Estoy tomándome una copa en Jersey City!

Creo que es el viaje más curioso que he hecho en la vida (bueno, tampoco han sido tantos: Canadá y Nueva York), pero no me siento una turista, sino alguien que se queda en casa de un amigo y va a ver el pueblo de al lado.

El pueblo de al lado tiene muchos rascacielos que se llenan de lucecitas cuando cae la noche y esas lucecitas se reflejan en el Hudson, que también mece los barcos del puerto. Destaca el Woolworth, al que aún no me he acercado mucho. Acabamos acostándonos a las dos de la mañana. Creo que hoy haré fotos nocturnas, por fin, al otro lado del río.

6 de septiembre (aunque lo escribí el siete).

domingo, 24 de octubre de 2010

Irish Hunger Memorial

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Vuelvo a ver el Hudson. Por la tarde camino sin rumbo por la Zona Cero, viendo las grúas, hoy paradas, observando a los turistas que hacen fotos, sonriendo porque la gente se cruza contigo y te sonríe. He llegado a un monumento, que no aparece en mis mapas aunque creo haberlo visto reflejado en otra parte, un monumento irlandés. Es una especie de parquecito en ruinas, un laberinto de muros y bajos y parcelas de hierba, al que se accede por un pasillo en el que hay escritas muchas palabras sobre el hambre: una megafonía las repite, como una salmodia. Es el Irish Hunger Memorial, de Brian Tolle, que construyó con piedras de cada uno de los 32 condados irlandeses y que simboliza las casas y los patatales abandonados cuando la hambruna de mediados del XIX, que tanta gente llevó hasta Estados Unidos y hasta Nueva York concretamente: recuerdo el libro de Brendan Beham, Mi Nueva York, hablando sobre ellos, tan divertido.


Irish Hunger Memorial


Luego voy caminando hacia el Winter Garden, que perdió todos los cristales durante los atentados del 11-S y me imagino el estruendo y el miedo. Creo que voy a estar lejos de la Zona Cero el 11 de septiembre: no me apetece inmiscuirme en un dolor ajeno que precisa de intimidad y no de un puñado de turistas observando. Creo que pasé demasiado tiempo cubriendo sucesos (un año es demasiado) y despreciando la desaparición de esa línea diáfana, antes, que establecía qué era público y qué privado. Las lágrimas son privadas. El recuerdo de un amigo, de un familiar, de un amante muerto, también lo es. No se puede compartir el dolor si no se conoce a nadie.



En todo eso pienso mientras camino por el Winter Garden y luego por el parque, con el río al lado, los barcos, los chavales que caminan sobre las ruedas de un monopatín, las bicicletas que sortean a los peatones (y a los coches, en las carreteras: qué valor tienen estos neoyorquinos), el sol iniciando el camino lento hacia la noche. Cuando cae la noche, generalmente llevo horas caminando, acabo metiéndome por las calles más desiertas y no hago fotos porque no me apetece sacar el trípode. Estoy siendo de lo más precavida cuando oscurece (tampoco demasiado: se supone que es mejor no andar por el Financial District de noche y yo me lo pateé entero sin darme cuenta de que estaba en él hasta que salí) porque no me apetece llevarme un susto y porque me conozco: ya había caminado varias veces por la Cañada de la Muerte cuando mis amigos me advirtieron de que ni se me ocurriera ir por ahí y lo mismo me pasó con la Torre de los Perdigones en Sevilla. Si el sur del Bronx estuviera en Manhattan, fijo que yo acababa deambulando por ahí. Ejem: quien dice "de madrugada" dice a las nueve, que ya es de noche cerrada, porque a la madrugada nunca llego. Es el único inconveniente de viajar sola: que una no se va de bares y que a las diez suspira por meterse en una cama.

Winter Garden.

6 de septiembre.

sábado, 23 de octubre de 2010

Encuentros y sonidos

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Rememoro los paseos. El río Hudson lleno del oro del sol al atardecer; las mil fotos que no he hecho porque me he quedado embobada mirando; los encuentros diarios (un niño rubio acariciando a dos perros idénticos; los gritos de los pequeños en este día eterno de fiesta jugando en el parque; las caras de cansancio de la gente en el Path de vuelta a casa), los ruidos. Las voces de los amigos llamándose desde el otro lado de la calle, una mujer discutiendo con un hombre en Century 21 -sigue la búsqueda infructuosa del bolso para mi madre- porque ellas querían comprar y ellos salir a tomarse una cerveza; el claxon de los taxis en cuanto el semáforo se pone en verde; la hierba del High Line Park meciéndose con el viento; el tren pasando por las vías de Cold Spring; la voz de Robert, que cambia muchísimo del inglés al español (qué curiosa es la fonética); los ladridos de Boule, que siempre está callado salvo cuando él desaparece de su vista y se angustia; el trajín del Whole Foods Market, todos los excuse me y los I'm sorry que digo durante el día; las puertas del metro cerrándose; el crujido de las escaleras mecánicas; las charlas por el móvil (en algunos bares no se admiten: me encanta eso); los portazos y el chisporroteo de la comida en cualquier puesto callejero con una plancha encendida.

6 de septiembre

viernes, 22 de octubre de 2010

TriBeCa

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Seis de septiembre. Labor Day. Son las diez y cuarto de la mañana y yo estoy todavía en Legal Grounds, hablando con los niños y resumiendo los dos últimos días. Pensaba ir al Carnaval de Brooklyn, pero vuelve a hacer calor y me temo que habrá muchísima gente, así que voy a cambiar de plan. TriBeCa, quizá. Harrison Street y sus casitas.

Bazzini Building.

TriBeCa, al final. Caminando por el río hasta llegar a la destartalada y encantadora Ear Inn, con sus carteles antiguos y sus pizarras. Ahora comparto barra, después de haber estado caminando durante horas por el barrio. También con sus casas de hierro colado y sus depósitos de agua en la azotea. Debe de ser, como tantos otros, un buen lugar para vivir.


Harrison Street.

Son las dos y media: esta ciudad me quita el hambre, aunque realmente sólo he comido cosas hipercalóricas, así que por mucho que patee... Hay un ambiente bonito en esta taberna: poca luz, mesitas con manteles de papel, un timón en el techo, muchas pizarras y una cabina de teléfonos. Hay gente del barrio, supongo: un hombre completamente tatuado y muy alegre que ya no cumplirá los 50 y que lleva el pelo largo y barba; una pareja mixta (ella muy blanca y muy rubia; él, muy negro y muy moreno); un señor y su hijo comiendo pasta a la boloñesa y una chica sentada en las mesas del fondo. Y un partido de tenis en la tele, muchas cervezas, muchas botellas y una música magnífica. También varias insignias y una escayola de una oreja: no sabemos de quién. Quizá la regaló alguien, quizá hay ahí otra historia oculta y por eso la taberna tiene ese nombre desde el siglo XIX...


Hay otro lugar precioso, con un café estupendo: Kaffe 1668. No he tomado ningún brebaje asqueroso en Nueva York: claro que me cuidé mucho de apuntarme los buenos sitios en la guía. El Kaffe tiene una mesa comunal donde ahora mismo está todo el mundo conectado al ordenador y leyendo el periódico, salvo un perro que dormita bajo mis pies. Ovejitas de peluche, sillas de madera, un gran número de viñetas en las paredes, grandes ventiladores y un camarero muy guapo que saluda: Hi! How are you?.

Mi primer cupcake.

He comido en el parque, en el Washington Market Park, con un gorrión muy atrevido acercándose cada vez más a la comida que yo había comprado en el Whole Food Market de al lado. El Kaffe me sirve para recordar el desayuno de ayer, al que Robert me invitó, en un diner ("en los diners, la propina se deja en la mesa y se paga en la caja"), la Pancake Factory, y para recordar los que vimos por el camino: "Parecen naves espaciales". Reviso las fotos de TriBeCa y el camino por el río y recuerdo a los grupos de chicos sin camiseta, sentados en la hierba y tocando la guitarra; a las parejas observando el perfil de Jersey City, donde está ahora mismo Robert, descansando, espero (he visto a un par que se le parecían) y agradezco el clima neoyorquino que está mudando la piel hacia el otoño.

El gorrioncillo que quería quitarme la comida.

Es asombrosa, pienso también, acariciando al perrito que tengo enfrente, la cultura de mascotas de esta gente. En muchos bares tienen cuencos para el agua, en varias galerías de arte los dejan entrar y en casi todos los parques públicos también, excepto en los destinados a los niños. Creo que fue Gandhi quien dijo que el desarrollo de un pueblo se mide por la forma en que trata a sus animales. Aquí se les acepta, de manera cotidiana, sin aspavientos. Me gustaría que Nerea estuviera aquí conmigo, porque me he acordado mucho de ella caminando por TriBeCa y pensando en que esta ciudad sí parece proyectada para la gente. Para que la gente viva la ciudad y no para que la engulla: con sus mil parques verdes, las flores, estas calles hechas para admirarse y para caminar, para salir al encuentro de alguien conocido, de una parada de metro que te lleve a otro lugar o vuelta a casa y al descanso.

Hoy sé que volveré. Que tengo que volver, para poder saludarla como a una vieja amiga.

6 de septiembre.

jueves, 21 de octubre de 2010

Hudson Valley

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Cold Spring es un lugar encantador, que Robert ya conocía, pero todavía estoy tratando de dilucidar si es más encantador el pueblo o el camino que conduce a él. Pasamos por Central Park para recoger a las niñas: es la primera vez que veo el parque tan de cerca. Y después, después del Woodbury, sólo hay árboles y más árboles, una vegetación exuberante y verdísima, algunas hojas ya mudando el color y preparándose para el otoño, y el río, calmo y gris, que luego se volverá de plata al atardecer.



Qué suerte tengo de estar viva, pienso. Qué suerte tengo de estar viva el 5 de septiembre de 2010, a la una menos cuarto de la tarde, con Robert a mi lado, conduciendo, la radio escupiendo éxitos de los 60, los 70 y los 80, con Mónica detrás y Boule más atrás aún y mis ojos abiertos para observar este paisaje al que no le podré hacer fotografías y que tendré que memorizar para siempre.

Un robado en Cold Spring.

Me acuerdo de Canadá también, me acuerdo mucho de Canadá y me siento en casa, en terreno conocido y, cuando llegamos a Cold Spring siento que ya he estado antes en este lugar de casitas bajas de colores y maderas pintadas, con la bandera americana, construido en el siglo XIX y con tiendas en las que venden carteles con diálogos del Mago de Oz.



Paseamos. Hablamos con gente (una chica espitosa: "¡Me emociono cuando oigo a alguien hablando en español!" Yo la cojo de los hombros: "Te comprendo perfectamente"), cuidamos de Boule, el camarero le trae agua al perro sin que se la hayamos pedido, entramos en muchas tiendas de antigüedades curiosísimas, observamos a los turistas, hacemos fotos, charlamos. Robert me dice que está contento porque yo haya podido salir de Nueva York y ver el Hudson Valley ("siempre viene bien salir de la ciudad") y yo le digo que estoy contenta porque él va a ver a sus padres.



Hemos quedado en la mansión Vanderbilt, a la que se accede por un camino particularmente hermoso ("anoche soñé que había vuelto a Manderley"), que despierta la frivolidad brutal de querer ser millonaria en ese preciso momento para comprarle el terreno al Estado: acres y acres de césped recién cortado con árboles centenarios dispuestos armoniosamente. La madre de Robert le pregunta a Mónica cómo me las apaño en Nueva York. Cuando llevamos media hora juntos, la mira:

-Se apaña perfectamente.


Mansion Vanderbilt. Paisaje.


Y mansión.

Nos queda un buen trayecto: llegar a Nueva York comiendo una bolsa de munchkins de Dunkin Donuts por el camino; despedir a Mónica, volver a Jersey sin parar de hablar, dejar el coche (el Gobierno quiere cobrarnos nuevamente las tasas, porque llegamos dentro de los veinte minutos de cortesía que marca Hertz). Yo cabeceo. Y sonrío, porque me pone de muy buen humor ver a Robert contento: siempre se está preocupando de que los demás estemos bien.

Me gusta mucho y se lo digo a cada rato.

5 de septiembre.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Woodbury

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El Woodbury es como Las Rozas Village, pero supongo que más grande. Yo entro exactamente en cinco tiendas: dos de juguetes (una, por si tienen Barbies; la otra, porque Robert me manda: hemos venido con Boule y él no puede entrar); Versace, Jimmy Choo y Clarks. Hay más, en las que entro, miro y salgo. La de Clarks es la segunda parada: hay dos marcas de zapatos que no me hacen daño, sólo dos, y Clarks es una. Me pruebo unos zapatos, descubro que tengo el 8 y medio, miro dos pares de sandalias (unas marrones y unas negras, planas, comodísimas), las compro y me voy. No tardo ni diez minutos.

Como no tengo teléfono, Robert me ha dado un walkie talkie. El plan es estar un par de horas en el Woodbury y luego ir al Hudson Valley. Intento buscar un bolso para mi madre, pero los que me gustan cuestan 1300 dólares: no sé dónde le ve la gente la baratura a Nueva York. Sí: hay alguno de 300. Le llevo yo un bolso de 300 dólares a mi madre y se lleva un disgusto... Esa mujer, cuando tiene que gastar dinero en ropa, primero pasa por una librería.

Boule en Woodbury.

No sé comprar. En fin: no es algo que descubra en Nueva York, pero es que yo entro en una tienda y me agobio. Si entro en dos, necesito un café. Cuando llevo media hora en el Woodbury dando vueltas y buscando un bar, Robert (que lo sabe) me llama por el walkie y quedamos. Hay otra mujer buscando a alguien por el mismo canal. Nos tomamos un pretzel, hasta que llega Mónica, con sus bolsas llenas de vaqueros, camisetas y una capa monísima. Por qué no seré yo más mujer, me digo. ¡Carajo, que voy caminando por Nueva York con un bolso de Spiderman! Me veo diciéndole a todo el mundo que no he traído regalos porque las tiendas que más me gustan son una librería y un sitio de cómics en inglés...

5 de septiembre.

martes, 19 de octubre de 2010

Un paseo cotidiano

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Salimos del Legal Grounds sin tiempo para hacer la colada ni para otro plan que no sea irnos rápidamente, porque hemos quedado para comer. Los niños tienen un pico de trabajo. Robert les ayuda y yo entro en la barra sintiéndome un tanto inútil por no poder echar una mano hasta que descubro algo que sí sé hacer: pesar café de Mauritania y fregar los platos. Cuando voy a pagar, no quieren cobrarme, así que les dejo el dinero del desayuno en el bote de las propinas. Después de dejar a Boule en casa, iremos a recoger un bagel de queso crema con cebolla tierna (no los he probado en otro lugar, pero supongo que así es como tienen que ser: tiernos, crujientes y suaves) y a coger el Path hasta World Trade Center. Llegamos tarde, así que nos montamos en un taxi. Robert intenta explicarme cómo funcionan: hay todo un sistema de lucecitas en juego para designar si están ocupados, libres o sin servicio; nuestro taxista es indio y conduce al estilo neoyorquino: dando brincos por las calles, casi rozando a los peatones y haciendo que el cliente tema por su vida en cada curva. Hemos quedado con unas amigas de Robert. Una de ellas quiere ir a comprar compulsivamente y otra a pasear, así que vamos al High Line Park, un parque hecho a petición de los vecinos sobre el terreno que había para las líneas del tren en desuso, un parque elevado creo que diez metros sobre el nivel de la calle, con sus hierbas, sus bancos de madera donde leer o tomar el sol, sus flores y sus varias obras de arte, y lo recorremos de punta a punta: lo que está finalizado, porque faltan aún varias fases por terminar.

High Line Park.



Nos reímos mucho, son mujeres muy interesantes y divertidas. Acabamos comiendo en una tienda del Chelsea Market (donde están expuestas las fotos que Eliot Erwitt hizo en Italia) en la que también se vende ropa (carísima): luego, dos de las chicas (al final nos juntamos seis personas) se van: una a devolver unos pantalones (ella tiene la suerte de vivir allí) y otras dos a Macy's a fundirse la tarjeta de crédito. Mónica, Robert y yo caminamos por Chelsea, el Meatpacking y SoHo hasta West Broadway. Mónica va unas tres o cuatro veces al año a Nueva York: me enseña la casa de Julian Schnabel y la de Annie Leibovitz, a las que les da todo el sol de frente. Paramos en Westville a tomar tarta de ruibarbo, tarta de manzana y un maravilloso soufflé de chocolate con chocolate líquido (para mí) con una limonada que lleva menta y el hielo más picado que he visto jamás.

Cupcakes en el Chelsea Market.

Acabamos hablando apasionadamente de las traiciones, de la lealtad y de los amigos. Quedar con gente, pararse a merendar, charlar mucho rato, caminar por las calles de esta ciudad y reírse de los detalles (una cabina con un anuncio: Still a virgin?) me ofrece una sensación de eternidad que es también muy triste, porque me doy cuenta de que me iré, de que llevo aquí una semana y, en diez días que transcurrirán muy rápidos (aún no he visto el Flatiron, siquiera) estaré cogiendo un avión con esta sensación melancólica en el cuerpo, porque no deja de ser paradójico esto de sentirme en casa y entre amigos con gente a la que acabo de conocer: como si esa fuera mi vida real.

Después iremos al aeropuerto de Newark, a recoger la furgoneta para la excursión de mañana. Las niñas quieren ir a Cold Spring, en el Hudson Valley, y a Woodbury. Mira tú por dónde, al final voy a conocer ese macrocentro comercial...

4 de septiembre.