martes, 23 de marzo de 2010

Cine y fotos. Una excusa

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No sé si aprendemos realmente cuando se muere alguien. Si después, una vez pasados el dolor y la pena (hoy es 2 de febrero, aunque esto lo cuelgue más tarde y ni el dolor ni la pena se han ido), no actuamos como si no hubiera ocurrido nada. Un cabreo laboral aquí, un chisme allá, un correo que no se responde porque no tenemos tiempo, una afición que no se cultiva porque tampoco disponemos de horas suficientes, los pequeños actos de egoísmo, un alzarle la voz a alguien a quien quieres y de quien no sabes si estará mañana o no estará mañana.

La muerte de Tragamuvis a mí me ha servido, sobre todo, para hablar con Vértigo. Vértigo o Vertigen es un asiduo de los foros de cine, muy amigo de don Traga, con unos ojos verdes impresionantes y un acento mallorquín muy hermoso. Veinte minutos de charla, comentando lo que éramos para Jorge, muchas anécdotas sobre actrices de las que les gustan a los dos y un tú cómo estás.

Pero también me he acordado de otra gente. De la gente que se fue y de la que está ahora. Esos grumos bajo el sol de los que hablaba Manolo en Pincel & Pixel hace un tiempo en un mensaje emocionante. A muchos de ellos sí los conozco en persona: a los del grupo de Canonistas de Extremadura que viven en Badajoz, porque quedamos para hacer fotos con cualquier excusa. A otros no y no sé si habrá oportunidad de conocerlos.

Y, sin embargo, nos llevamos bien. A base de mensajes privados, comentarios en Flickr, algún mensaje en los blogs y diálogos en alguno de los hilos de un foro muy lleno en el que, de todos modos, vas haciendo un grupo de afinidades un tanto extraño. Está Pertur, por ejemplo, con un bebé en casa que vino antes porque tenía mucha prisa. O Carlos, que escribe como Dios y que está como siempre, estable dentro de la gravedad, y que me recuerda mucho, mucho, a ShooCat, porque es igual de inteligente y de irónico y tienen el mismo humor y viven en la misma ciudad y tienen la misma edad y son igual de atrayentes (sigo pensando que son la misma persona, lo juro). O Gayolópez, que se ríe –y no me extraña– de los retratos que me “perpetran” (lo dice así: “vaya retratos que te perpetran”) los chicos de Canonistas de Badajoz, Almeida a la cabeza. O Silvia.Z., que me comenta las fotos y las mira con calma y me dice que le gustan y me anima mucho para seguir aprendiendo, cuando pueda. O Alemonic, que me dedicó un texto e intentó enseñarme (sin resultado, todavía) qué demonios es la distancia hiperfocal. O Sokar, al que le presenté mis respetos una vez y al que seguiría presentándoselos siempre que tuviera la ocasión, porque me gusta mucho ese muchacho. O al Miguel, privado va, privado viene, esto no me funciona, me encanta esta foto del Nico aunque esté desenfocada y que se ha encargado de la organización de una QDD Nacional a la que, nuevamente, no podré ir. O Pere Larrègula, al que un día entrevistaré, no sé con qué motivo, sólo para oírle la voz y que me enseñe algo de fotografía y de su manera de ver el mundo (que me gusta más que las fotos que hace). O Gomendio, que es todo amabilidad. O Wamba, que siempre contesta a los comentarios. O Gala, que me mostró una vez cómo se cuenta una historia con una imagen y que está a 274 kilómetros de la persona a la que más le gusta retratar. O la gente a la que siempre lees, aunque sea en silencio: Hamilin, Bigdani, Ignatius Reilly, Dani, Bruno Abarca, Angharad, Vampyressa.

Y los míos.

Yo creo que nunca les agradeceré bastante a los inventores de la red la oportunidad que nos han dado a muchos de estar en el mismo espacio y de fijarnos los unos en los otros. A quienes crearon una página de cine, una de fotografía, sólo con la intención de compartir lo que tenían o lo que sabían y que ni siquiera pensaron, en sus inicios, supongo, que el cine y las fotos se transformarían a veces en eso.

En una excusa para reconocerte en otros.

viernes, 19 de marzo de 2010

Hacer las cosas bien

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Hacer las cosas bien es no dar portazos. Que no te rujan las tripas cuando ves algo injusto: que te rujan menos cuando lo injusto te toca a ti. Saber respirar hondo y calmarse. Pensar antes de hablar, contar hasta siete o diez, no enviar un correo que no va a servir de nada aunque te haya costado la vida escribirlo (incluso aunque quieras que él lo lea porque siempre has sido así de imbécil). No esperar una respuesta, ni un nombre, ni un gesto.

También es vestirte de frío. No sentir amor y agradecimiento y ternura. Dejar de despedirte de quien nunca estuvo porque no le importabas. Saber olvidar. Que no te duelan ciertas soledades. Mantener el equilibrio.

Yo no sé hacer las cosas bien.

Imagen de 27147.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Estoy escuchando tangos

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Estoy escuchando tangos, niño. Al Calamaro, que es argentino y del que todo el mundo piensa que no sabe cantar tangos. Casi te estoy oyendo: “Pero Olguita” (“sacrílega, pedazo de sacrílega”). Luego vienen el Piazzolla y Edmundo Rivero y Osvaldo Pugliese. Así que quédate tranquilo. Con mis gustos, ya sabes, pasa lo mismo que con los de Karma7: son inviolables.

En las épocas tristes de mi vida, siempre me han acompañado los tangos. Para el desamor, la zozobra y las ausencias. Escribirte es mi manera de recordarte. Y de contarte, de nuevo, las cosas cotidianas. A vuelapluma y sin pensar.

Recuerdo un poema de Emily Dickinson, creo que te lo copié, o que lo leíste, el que empieza: “Fuera de casa he estado muchos años / y ahora, ante la puerta, a entrar yo no me atrevo” y termina diciendo “Busco aquí una vida que dejé: ¿aún sigue en esta casa?”. He vuelto al lugar en el que te conocí. Han cambiado algunas salas. Allí ya no habita gente que estuvo. No sólo tú, que ya no habitarás nunca lugar alguno (¿sabes? Ése es el pensamiento que más trabajo me cuesta) sino gente que se fue, o se mudó.

Estoy intentando averiguar dónde están los muebles, he llevado algunos cojines con forma de palabras, mías o de otros, porque las palabras son lo único que puedo aportar (no: no son poco: a ti te bastaron). Hay otros inquilinos: muchos a los que no conozco y ya sabes que a mí la gente, en general, me da un pánico terrible (y muchísima pereza) y también sabes que añoro relaciones que fueron pero que no volverán a ser nunca. En dos años se cambia mucho, pero la inseguridad permanece: cómo volver, de qué manera volver, cuando sabes que no se puede volver, que eso no va a ocurrir nunca. Así que intento envainarme el dolor, sin conseguirlo.

Por eso escucho tangos. Por eso me pongo al Calamaro recitando y ahora que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños. Lección que por fin aprendí: cómo cambian las cosas los años. Ha pasado mucho tiempo, Jorge. Yo ya no soy parte de la que fui, pero eso nadie tiene manera de saberlo. El problema es que sigo con las mismas heridas: ya cicatrizaron, pero la raja pica de vez en cuando y es muy honda. Y me da pena. No se me nota, pero me da mucha pena.

Ya ves. Los tangos: zozobra, desamor y ausencias.

Te sigo llorando. Ya no con lágrimas: las lágrimas se fueron. Pero el corazón se me pone pequeñito y se me sube hacia la garganta y luego, a veces, también sonrío. Me lo he tomado como un homenaje, volver. A la memoria. A las horas que se compartieron. A las palabras. A esos otros modos de relacionarse que muchos no comprenden. También a los abrazos y los vinos que nos hurtó la distancia.

Te escribí un correo. No sé si te dio tiempo a darle tu contraseña a alguien para que los leyera por ti. Fue una idiotez, pero te mandé un correo. Para decirte lo que tú ya sabías.

Esto tampoco lo leerás. Pero ya sabes. Escribir, siempre, es escribir una carta a alguien. Yo hoy escucho tangos y te escribo. Para decirte que he vuelto a casa y que, ya lo suponía, la casa está mucho más fría sin ti.

Olga.

PD: Esto lo escribí hace días. Hoy te digo que las lágrimas no se fueron.

viernes, 12 de marzo de 2010

Miguel Delibes

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Este señor lleva en mi casa desde que nací. Desde antes de nacer yo, vive este señor en mi casa. Primero, en la habitación de mi madre. Luego, en la mía. Todos sus libros, todos, todos, sin faltar ni uno, uno detrás de otro, en ediciones de bolsillo y lujosas, con las páginas amarillas y como si se acabaran de recién comprar. Puedo recitar sus títulos uno por uno, de memoria. Y recuerdo, como si fuera ayer, la primera vez que lloré con Señora de rojo sobre fondo gris, que me parece el más íntimo relato de amor que haya escrito alguien jamás: "Nos bastaba con mirarnos y sabernos. Nada nos importaban los silencios. Estábamos juntos y era suficiente". "Ahora no tendré a nadie a mano cuando me asalte el miedo".

Señor: le espero a almorzar en mi camareta a la una del mediodía.

Imagen de Daniel Mordzinski.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Rubio

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Jamás he visto llover en Sevilla como ese día. Y jamás me habían cerrado los bares tan pronto, a mí, que en esos mismos bares y en esa misma plaza he visto amanecer más de un día. Él ha creado un personaje, lo hemos creado entre todos: un personaje del que se espera lo más irreverente, lo más jocoso, lo más original. Le vi con dos amigos más y cumplimos, de nuevo, el rito de tomar unas croquetas en el Eslava, apretujados los cuatro en una mesa, con el vino corriendo y las cervezas y la charla: sobre política, sobre partidos, sobre música, sobre nosotros. Volví a reírme con Elena y a escucharla y a alegrarme de que el azar, o yo qué sé, la haya puesto en el camino (para las croquetas, para las librerías, para las anécdotas, para las series y la condescendencia cómplice cuando se embalan hablando de gente que no controlamos). Volví a abrazar a Juan y a contarle todas las cosas que me pregunta, aunque no quiera saber las respuestas. Y me encontré con Jacob, o lo busqué: “Rubio, dime que sí. Ningún rubio me ha dicho que sí nunca”, sólo para intentar descubrirle y formarme una imagen, al principio. Se me da mal, de todos modos, eso de formarme imágenes. Eso de intentar conjugarlas con lo que ya sé, porque nunca conozco del todo a alguien hasta que no he leído algo que haya escrito, pero las palabras por sí solas (sin una voz serena, sin unos ojos) nunca son suficientes.

Me preguntó, después, por la primera impresión. Sólo pude escribírsela un día más tarde, muy rápido: “Guapo. Inteligente. Interesante. Cariñoso”. Cuatro palabras, nada más. Y el deseo de que la próxima vez ni haya tormenta ni nos cierren los bares.