jueves, 25 de febrero de 2010

Le Cirque du Soleil

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Una de las noches que estuvimos en Quebec vimos al Cirque du Soleil. Hacían un espectáculo callejero, gratuito, durante los meses de verano: partían tres tribus desde tres partes distintas de la ciudad y confluían en un espacio que hay debajo de unos puentes, lo suficientemente grande como para montar un escenario central y otros varios. No sé cuántas personas podía haber allí viéndolos: sentadas en gradas, de pie, cientos. Y, sin embargo, entre el público, unos señores dirigían a la gente a un lado y a otro, para que no se perdieran nada. El problema, por supuesto, era hacer las fotos. Por eso tienen tanto ruido (bueno, y es que mi cámara no da para más, por mucho cariño que yo le tenga).



Había malabaristas magos del diábolo, un señor que, con un cuadrado vano de metal, derrotaba los límites y lo transformaba en círculos de colores: tan rápido lo giraba. También había música, percusión… y canto:





Sí, le he cortado la mano: salió así, ya he dicho que las condiciones no eran las mejores. De hecho, este mensaje es puramente testimonial.

Y había, además de los malabaristas, los funambulistas y un sinfín de colores y disfraces, este columpio. ¿Veis la parte derecha de la fotografía? Es una tela: cuando el columpio llegaba a esa altura, uno de sus integrantes se tiraba a la tela… mientras el público contenía la respiración. Luego subían la tela, la volvían a tensar y se tiraba otro. Así hasta que no quedaba nadie. Y volvían a subirse. Y sonreían. ¿Cómo puede uno sonreír mientras se tira a semejante altura?



No puedo describir bien el espectáculo, porque mientras escuchábamos a una mujer cantar, a nuestro alrededor había circenses vestidos de azul, como si fueran de nieve, o quitándose máscaras para saludar. Mientras una mujer se sostenía con sus manos sobre unas columnas pequeñísimas, otro señor, entre el público, prendía fuego a una espiral inmensa, se la ponía en la boca y comenzaba a moverla para que las llamas nos hipnotizaran. Salimos sin hablar, hasta que comenzamos a comentar todo lo que había ocurrido allí, durante más de una hora.



He visto al Circo del Sol. Y lo he visto en casa.

lunes, 22 de febrero de 2010

Una ciudad que es un río

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Quebec es también el río San Lorenzo. Es una ciudad y una provincia: de la provincia vimos poco, (es la más grande del Este: inabarcable en quince días), pero la ciudad nos la pateamos a base de bien, salvo los barrios residenciales de las afueras. Es el corazón del Canadá francés y el corazón del nacionalismo francófono. Ha habido dos referéndum para independizarse de Canadá, pero en los dos ha salido el No. Por poco. De hecho, el lema de Quebec es Je me souviens, yo me acuerdo. Me acuerdo de dónde vengo, quiere decir. Me acuerdo de los míos. Y los míos son los franceses. Bien podían ser los miembros del pueblo iroqués, que eran quienes vivían allí antes de la llegada de Samuel de Champlain y los suyos, pero llevan a gala su pasado como tierra conquistada y mantienen una cultura más europea: en las construcciones de las casas, en el idioma y en la comida. Se come mejor aquí que en cualquiera de los otros lugares donde estuvimos. Hay pintadas donde pone: “Quebec libre”, ante la que enarcas invariablemente las cejas. A mí los nacionalismos, los localismos y los regionalismos me producen últimamente muchísimo hastío, así que lo único que dije cuando vi la frasecita, muy cerca del Petit Coin Latin, donde comimos un estofado de caribú, fue: “definitivamente, la gente está fatal”. Por suerte, Quebec no es sólo eso. También tiene la posibilidad de tomar un café en La Place Royale.


En Quebec hay avispas. Sé de más de uno de cierto foro de fotografía que hubiera disfrutado como un enano, porque se posan en tu vaso tan tranquilas y los lugareños dicen que no pican, pero yo no me detuve a comprobarlo. En Quebec hay una estatua de un guiñol en plena calle, muchas iglesias, una calle llena de artistas vendiendo cuadros hermosos y la Terrasse Dufferin para tomar un helado o escuchar a un señor mayor tocando una Gibson. También está el Marché du Vieux Port, con sus puestos de fruta y verdura, sus mieles, sus mermeladas y sus jaleas, sus jabones artesanales y su sirope de arce. Y la Citadelle, un fuerte que comenzaron los franceses y terminaron los británicos. Desde el camino que sube a ella está tomada la foto panorámica que hay al principio de este mensaje. El edificio que está en el centro de la imagen, que parece un castillo, es el Chateau Frontenac, el hotel más fotografiado del mundo. Y, sin embargo, una de las construcciones que más me gustó fue Au Coeur du Saint Roch, una Iglesia situada fuera del foco turístico del Viejo Quebec en cuya plaza se nos acercó un señor con pinta de mendigo (no sabemos si lo era: no pidió dinero ni quiso tabaco porque no fumaba) que nos contó la historia de ese templo gris lleno de vidrieras preciosas.

jueves, 18 de febrero de 2010

Atravesando el puente

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Gatineau no es Ottawa, aunque se las confunda porque están cerca. Está en la orilla opuesta del río y hay un puente que une las dos ciudades. Allí, en Gatineau, está el Museo de la Civilización, que ofrece un recorrido interesantísimo por la historia del país. El arquitecto fue Douglas Cardinal y quería que las fachadas de los dos edificios reflejaran el paisaje canadiense: por eso son curvos. Se puede ver también, dominando el paisaje, cuando uno visita la Colina del Parlamento de Ottawa. Y, al contrario, camino del Museo hay unas vistas espectaculares del Parlamento:


Sin embargo, además de las vistas, hay algo asombroso en ese trayecto. Luego descubrimos que existía en más ciudades: los parques, perfectamente limpios, perfectamente podados, en los que dos chavales, con corbata, se habían quitado la chaqueta y descansaban del trabajo echándose un partido de pelota, en el césped, que es de uso común. Las calles, sin papeles, sin pintadas (hay mucho grafitti, se pueden ver sobre todo en Toronto: pero un grafitti no es lo mismo que una pintada). Y las flores. Flores por todas partes.


En Quebec también hay flores.

sábado, 13 de febrero de 2010

La Policía Montada del Noroeste

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El edificio del Parlamento domina todo Ottawa, que es una ciudad bien pequeñita cuya vida se acaba a las nueve y media de la noche. El primer día sólo nos dio tiempo a cenar y emborracharnos: lo primero lo hicimos en un local que se llama Sir John A. Sir John A. es Sir John A. McDonald, que ha pasado a la historia por ser primer ministro: el primero del país recién nacido como nación. Y por ser un alcohólico audaz, muy inteligente, con un gran sentido del humor y tener una vida personal francamente difícil. También ha pasado a la historia por crear la Policía Montada del Noroeste, en 1873, debido a los crecientes enfrentamientos entre los contrabandistas de alcohol y los nativos del Oeste del país. Fueron demasiado crecientes: hubo una masacre en los montes Cypress. La historia de estos hombres es curiosa y llena de anécdotas. El jefe de la Policía Montada fue a hablar con Toro Sentado, jefe sioux, enemigo histórico de los pies negros y los cree: el inspector James M. Walsh consiguió el fin de las hostilidades. Crowfoot, el jefe de los pies negros, dijo de él: “Nos han protegido como las plumas de un ave la protegen del invierno”. James M. Walsh murió hace mucho tiempo, pero ahora, este cuerpo de hombres y mujeres se dedican desde a recontar aves migratorias hasta detener policías extranjeros. En la puerta del Parlamento, por supuesto, hay dos: un hombre y una mujer, él a caballo, muy amable, muy apuesto, muy guapo. Y, sin embargo, a pesar de todo eso, el retrato que más me gusta de todos los que le hice es éste:

domingo, 7 de febrero de 2010

En medio de un erial

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El viaje en tren hacia Ottawa nos dio la oportunidad de ver el perfil de Toronto desde lejos, de saber cómo son las estaciones que están a la entrada de los pueblos (con sus tejados rojos y su hoja de arce siempre) y de hablar con una revisora simpatiquísima, que nos contó cómo teníamos que salir del vagón en caso de emergencia, que había aprendido español con la ayuda de un libro y viajando y que se iba a Italia este verano. Ontario está lleno de campos de labor y de lagos y nosotros estábamos deleitándonos con el paisaje, tan distinto y tan reconocible a la vez, cuando ella suspiró: “No sé cómo podemos vivir aquí”.


Cuando la reina Victoria escogió a Ottawa como la capital del país, Ottawa (que se pronuncia Ochua: nos lo dijo otro inmigrante que vendía los billetes en la estación de tren) se llamaba Bytown y era un lugar de mala muerte. En realidad, la escogió por un acuerdo entre Montréal y Toronto (una francesa, una inglesa), que se disputaban el honor. A mediados del siglo XVIII, Bytown era un campamento de trabajo conocido en toda América del Norte. La reina de la región era la madera y la capital de la madera era Bytown, llena de bandas rivales del tamaño de regimientos formadas por hombres de baja clase social que se dedicaban a pelearse cuando se emborrachaban, que era siempre. Y en medio de estas calles turbias y peligrosas se erigieron los edificios del Parlamento, como una perla en medio de una pocilga.

viernes, 5 de febrero de 2010

Por qué decidí volver

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Comencé firmando como Hermana de Coursodon, con un solo nick, hasta que me preguntaron por qué no me registraba. Eso fue hace mucho tiempo: había una portada con un shout, que es una cajetilla que hace las veces de chat y que el servidor no soportaba (demasiada gente dándole a F5 a la vez para actualizar la página) y estaban las trillizas aún y no se había cerrado el registro de usuarios y se debatía mucho, sobre cine, sobre la situación de la mujer, sobre baloncesto, sobre arte, sobre historia, sobre fotografía.

Que internet es como la vida real lo he dicho muchas veces. El problema es que es una vida real magnificada: el que está colgado, está mucho más colgado en la red. Y los que no tienen en cuenta que hay una persona detrás, con unos dedos, dándole a la tecla para escribir un mensaje, posiblemente también respeten poco a los demás en su vida diaria. En un foro, estableces tus afinidades por la manera de escribir de los demás. Por lo que dicen, por cómo lo dicen.

A mí hubo gente que me gustó. Me gustaron Tuppence, que es una mujer sabia y clarividente; me gustó la inteligentísima y sensible Dooddle; me gustó mucho KeyserSoze, que me regaló una piruleta, con un escorpión dentro, cuando hice la filmografía de Michael Curtiz. No me perdía un mensaje de CKDexterHaven; ni un debate en el que participaran Vértigo, Tragamuvis o Ciruja. Wagnerian me hizo un juego copiando mi anterior blog para ver si daba con el nuevo. Karma7 me enseñó fotos y me dio mucho cariño, muchísimo. El_Salmonete fundó una radio con esa música rara que le gusta a él y que yo no conozco. Pickpocket clamaba por un subforo de animación que por fin ha conseguido. Conocí a los gatos de FLaC antes que a él y me divertí con elPadrino y debatí con Hattusil muchas veces. David_Holm me enseñó que en lo raro radica la belleza y no concebía el día sin una charla con m0ntaraz.

Luego el foro se desmadró, echaron a Vértigo en plena quimioterapia, protesté y me fui. Vi una invitación de Jacob casi dos meses después. Que si quería ocuparme del foro de filmografías, las mismas filmografías que yo abandoné después de haber hecho más de una decena de ellas. Estoy en plena temporada de estudio (sin conseguir estudiar, todo sea dicho) y bueno. Al fin y al cabo, una comunidad la forma la gente y, si la gente no se implica, si coge lo que quiere pero no aporta, la comunidad se muere. No sé si será posible revitalizar la página: eso no sé siquiera si se puede hacer, sin Raúl, sin Keyser, sin Thug_Life, sin bluegardenia. Pero se ha muerto Tragamuvis, cuyos mensajes releo con una sonrisa. Y pensé que allí, hablando con esta gente a la que no conozco, salvo a unos pocos, yo fui muy feliz.

Vuelvo a encontrarme seudónimos que me despiertan la sonrisa, como El rey de las cartas, con quien he discutido una y mil veces pero a quien me alegra ver de nuevo (aunque seguramente volvamos a discutir), Dardo, Di, Diluvio, Marlowe, roisiano o Gastón. Veo que Jacob sigue en su línea, con ese personajillo que creamos de él entre todos, aunque ahora sea un administrador con todas las letras y de rojo. Quiero que Coursodon, que es mi hermano, vuelva a decir algo más que Pincho, pauso, gracias, porque es la persona que más sabe de cine de todas las que conozco (y conozco a mucha gente que dice saber de cine: él no, él es de los que se confiesa absolutamente ignorante en la materia, pero tuvo una profesora de crítica en un máster que le dijo una vez que le gustaba mucho su manera de escribir de cine, pero sobre todo le gustaba la manera que tiene de pensar el cine y que a los demás les había dicho que esperaba que hubieran aprendido algo, menos a él, a quien era consciente de que no podía enseñarle nada). Y también sé que voy a estar pensando en Tragamuvis cada vez que asome por la página y echándole de menos terriblemente en muchos debates, con su verborrea implacable y sus mil referencias a gente que yo no conocía.

Ya sé que no va a ser posible que ese lugar sea lo que fue. Pero yo estoy sintiendo que he vuelto a casa.

martes, 2 de febrero de 2010

Jorge Camboni - Tragamuvis

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Yo tuve un hermano.
No nos vimos nunca,
Pero no importaba.
Julio Cortázar.

Lloro. Escribo mientras lloro y paro de escribir para llorar y sorbo y salen todas las lágrimas que he tenido que reprimir esta mañana, en la que la vida sigue, y he entrevistado a Carlos Giménez, y me he ido a comer, y no le he mandado un correo a nadie, salvo a Vértigo, para compartir la pena.

Ese hombre que está ahí se llamó Jorge Camboni. Primero fue un nick: Tragamuvis. Un tipo uruguayo, que vivía en Dallas, irónico, ácido, de verborrea implacable y versos prestos, que me mandó como regalo con todo el pudor del mundo, una vez. Con una foto suya y de su perro. Le conocimos, todos los que le queríamos (mucho) a este lado del charco, por Internet, hablando de películas y de arte y de libros y de mujeres hermosas y de países y de política. Yo le oí la voz. Me mandó dos mensajes grabados, que comenzaban igual: “Hola, Olguiiiita”, con su acento dulce, que nunca escuché en una charla porque me lo propuso, un día, te llamo y echamos un rato, pero tenía que ser a un fijo, mi madre estaba en el salón porque en casa no hay inalámbrico y me dio vergüenza, porque soy así de gilipollas, y le dije que no.

Eso no me vuelve a pasar.

Internet tiene estas cosas. Que un día conoces a un tipo muy culto, muy inteligente, con el que primero te intercambias mensajes privados por un foro y luego por correo y después, porque las relaciones se tejen de manera rara, te enteras de que tiene cáncer y que se ha tenido que ir de Estados Unidos porque allí no le atienden si no hay dinero para el seguro y la mujer que ama, que se llama Yolanda y de la que te sabes la vida, no tiene tampoco plata para irle a ver a México. Y os organizáis y hacéis una colecta y yo me encargo, a mi estilo, de decirle: “niño, que te vamos a mandar un giro, que a ti cómo se te da esto de aceptar dinero ajeno”. Y luego te cuenta, que se ha quedado en estado de shock, que le ha dado algo a sus hijos, que también lo estaban pasando mal, y que se fueron a comer y bueno. Que fíjate con qué poco se puede hacer feliz a alguien.

No llegó a la Navidad y yo me he enterado hoy. De su enfermedad no hablaba mucho: que seguía noctámbulo y que comía poco, pero que estaba bien. Enviaba correos con noticias. Los dos últimos no se los respondí porque eran muy largos y yo no tenía los conocimientos suficientes para debatir con él de la situación política mexicana o de la de Honduras. Le conté que me iba a Canadá con Ciruja, me dijo: “Ciruja es un suertudo” y yo me encuentro pensando ahora en las percepciones tan distintas que pueden tener los demás sobre nosotros mismos: “ya que vais a coger un avión, pasaos por México”, me dijo. Me lo dijo varias veces: y cómo nos vamos a pasar por México, si vamos a la otra punta… Y, sin embargo, lo pensé, alguna vez: en cómo sería un encuentro, una comida, un café largo, una charla, con ese tipo culto de voz dulce.

Ya no será. Vivir es un poco raro. Haces planes que no se cumplen. No respondes un correo porque no tienes tiempo de debatir. No hablas por teléfono porque te da vergüenza. Y dos minutos después de enterarte de la noticia, de la noticia más horrible del mundo, que es la muerte de alguien a quien quieres, te centras en que tienes que hacer una entrevista porque has quedado con Carlos Giménez a las doce y se te vuelven a saltar las lágrimas y escribes un mensaje apresurado en los dos foros de cine en los que se te conoce, pero en los que ya no estás: “Yo he perdido a un amigo”. Y te vas a comer y vuelves a trabajar y haces un programa de radio de una hora y después, cuando te vas a casa, le mandas un mensaje a tu hermano para decirle “Nacho, se ha muerto Tragamuvis” y te echas a llorar en medio de la calle porque se ha ido un hombre bueno al que al que tú le gustabas mucho.

Yo tuve un amigo. No nos vimos nunca, pero no importaba.


Tango para un uruguayo que se fue
Gracias
Tragamuvis, Jorge, Geo