viernes, 31 de julio de 2009

Yo

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Me fascina el yo. No voy a hacer ningún tratado filosófico, porque creo que tiene que ver más con una actitud cotilla ante la vida. Cotilla o curiosa, tanto da. O que, como decía Soledad Puértolas, el escritor escribe porque le gustaría apresar las vidas ajenas y, como no puede hacerlo, se inventa personajes.

No sé si tendrá algo que ver con escribir, porque yo no escribo historias, pero sí me pregunto sobre las vidas ajenas. Eso tiene un punto de suficiencia, de creerse un demiurgo y hasta de pensar que tú eres mejor. Es un alivio y te protege de la envidia. O será que yo siempre me fijo en los mismos: chavalines que arrastran las palabras, señoras mayores con la mirada cansada, hombres que no saben expresar lo que sienten salvo con la frialdad o con la ira, jóvenes con tacones de 15 centímetros. No me parece que sean felices, ni que lean un libro, ni que tengan amigos que merezcan el nombre.

De vez en cuando la cordura regresa, claro. Y sé que ellos deben de pensar lo mismo de mí.

Imagen de Enrique Flores. Le acabo de descubrir, vive en la misma ciudad que yo, creo, y su blog conjunto me parece una maravilla.

miércoles, 29 de julio de 2009

Urko

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Están los blogs de los amigos, los de los colegas, los perfiles del Facebook... Y luego, o también, hay lecturas imprescindibles.

La del blog Pincel & Píxel es una de ellas. Y, además, su dueño es guapo y un encanto y me enseña a hacer fotos.

martes, 28 de julio de 2009

Carmen Corella. Iain Mackay

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Muchas veces es más difícil decir algo por medio de palabras que por medio de la danza”. No me lo creí, por supuesto, tengo en alta estima a las palabras, más que a cualquier otra cosa del mundo, a pesar de lo traicioneras y lo malinterpretables que pueden ser en toda ocasión. Y ni siquiera me planteaba cómo se podía hacer que un movimiento, o muchos entrelazados, contara una historia sin el concurso de un texto. O cómo alguien (en este caso, el coreógrafo, Ángel Corella) podía ver la historia y los pasos escuchando la música de un autor, Prokófiev, al que él ha bailado además un sinfín de veces y en el mismo papel que ahora interpretaba Iain Mackay. De hecho, una tiene su sensibilidad y su gusto educado, más o menos, a base de lecturas (Shakespeare incluido), teatro y algo más, pero ver un espectáculo de danza clásica, hasta hace cuatro días, no me atraía lo más mínimo. A veces los milagros ocurren y ahora escucho a Frank Sinatra y me imagino a un tipo vestido con pantalones negros y camisa blanca bailándome el Come fly with me: qué se le va a hacer. A mí cuando algo me da, me da. Como diría Suntzu.

Yo fui Carmen Corella. Eso ya lo he contado. Pero en realidad, lo descubro ahora, soy un poco más Iain Mackay. Soy el Romeo que llega corriendo, con la mirada perdida, buscando entre los balcones (entre las columnas del teatro romano) a la mujer que ama y sabiendo, porque lo sabe, que esa mujer se le va a escapar. Soy su desesperación a ratos, la forma en que intenta calmarla (no tengas miedo, soy yo, estoy aquí: tener, ser, estar, los verbos en los que se resume nuestra vida), la pasión con que la alza del suelo, porque quiere verla volar sin temores y soy, además, ese tipo de abrazo, el abrazo que es ardor y que es también protección, el capullo acogedor que te demuestra que todo va a estar bien y no va a ocurrir nada, aunque sea mentira y tú lo sepas.

Debí haberlo escrito de otra manera: yo fui Iain Mackay y quise haber sido Carmen Corella. Al fin y al cabo, yo suelo identificarme con ellos, más que con ellas. Lo bueno es que aquí, en este concreto pas de deux, no vi a una mujer, en el concepto más asqueroso de la palabra mujer, que existe, y de qué forma: la mujer que suspira por el príncipe azul y que no es más que un sujeto pasivo de toda historia, tan delicada ella y tan rompible. Y ni siquiera quiero decir que sus movimientos no fueran delicados, porque lo eran y nunca vi nada tan etéreo transmitir tanta fuerza. Quizá porque Julieta, la Julieta de Carmen Corella y de Ángel Corella, no es más que una criatura asustada, como tantas, como yo. Una náufraga, entre la seguridad de su vida tal y como es y la zozobra que le produce una relación que no sabe cómo va a acabar pero a la que no puede sustraerse. Y esa cualidad, tratándose de la historia romántica por excelencia (aunque los románticos, ya lo sabemos, acabaron todos suicidándose y con tuberculosis), qué quieren que les diga, es todo un alivio.

Llevo, desde que la vi, haciéndome preguntas. Qué gracioso: no sé si alguien se ha planteado el sinnúmero de reflexiones a los que te pueden llevar veinte minutos de danza. A dónde voy yo con mis propias historias pequeñitas. A dónde fui una vez y por qué. Qué desesperación, si es que lo era, me llevó a buscar lo que no podía ser encontrado, sin tener conciencia ni de lo uno ni de lo otro. Qué hace a alguien querer esa comunión con otro tú. Por qué las ideas de lo que debe ser, de lo que es correcto, de la obediencia, acaban siempre influyéndonos y hasta condicionándonos, aunque nos dejaríamos ahorcar antes de admitirlo. Por qué los finales son un hundimiento, siempre. O si quiero que me abracen así. Cuántas veces he querido antes que me abrazaran así.

Todo eso me pregunto.

Me pregunto sobre el amor, los naufragios y las despedidas.

Para Rachel, que me lo pidió.

La foto es de Fernando Bufalá. Que, por cierto, no sólo hace fotos hermosas: baila impresionantemente.

sábado, 25 de julio de 2009

Kazuko Omori

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Volví a verlo todo. Con distintos bailarines en los papeles principales. Con Carmen Corella, de nuevo, intentando contenerse sin conseguirlo (qué manera de contar una historia: las zozobras, la pasión, la urgencia, el dolor de la despedida). Volví a verlo todo sin parpadear, a ver dónde ponen el pie y cómo se colocan, y pensé en las horas de trabajo, la dieta, los ensayos, los viajes (hoy estarán en Mérida y mañana van a Olmedo), el peligro de la carretera, el exilio, el desarraigo, la incomprensión y todo lo que sigue: lo que no adivino siquiera.

Pero luego salió esa mujer. Es pequeñita, tiene una cara muy dulce, debe de ser muy joven y parece un junco. Se llama Kazuko Omori y ya dije que se confundía con el suelo y las columnas del teatro romano de Mérida en Clear. Mucho del mérito, en esto, es suyo. El resto, también, es de los magníficos, insuperables e hiperprofesionales técnicos de iluminación, que deberían haber bajado también a saludar.

La vi, decía, con Ángel Corella en Diana y Acteón y hubo un momento, varios minutos, en que se me olvidó mirar a Corella y se me olvidó mirar sus pies. A esa mujer habría que ponerle unas gafas de sol cuando sale a bailar. Sale sonriendo, sonríe a todas horas, pero no es eso lo que impacta. Es la manera en que se le ilumina la cara. Y la manera en que tú descubres que se te está abriendo la boca porque la felicidad de otra persona, alguien a quien no conoces, te está haciendo muy feliz a ti.

Qué importará el sacrificio, pensé. De Japón a Flandes, de Flandes a España, todo el rato hablando un idioma que no es el suyo y la lucha por llegar, por no ser mediocre y las horas practicando un giro una y otra vez sin que salga y las lesiones y la falta de tiempo para todo lo demás. Qué importa.

No recuerdo haber visto nunca a nadie a quien le brillen los ojos así.


Actualizado: May me manda dos enlaces sobre Ángel Corella. Uno es su reportaje Gracias, Ángel. Y el otro es la dirección de la propia FotoEscena, pero de su foro, un foro magnífico (del que yo a veces no entiendo ni papa, por cierto), y magníficamente bien moderado, cosa que es de agradecer.


La imagen es de La Nueva España, de Jesús Vallinas.

viernes, 24 de julio de 2009

Ángel Corella. Corella Ballet

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"Es la primera vez que me siento delante de un teclado y no sé qué escribir". Eso dije ayer, de madrugada, la primera crónica que hago para un informativo desde que trabajo en esta radio: crónica real, en primera persona. "Habla de la belleza". Pfff. La belleza. Qué poco, ¿no? esa palabra. O qué poco el concepto.

No me llega. Vi a Hermán Cornejo y se me olvidó parpadear. Kazuko Omori se confundió con el suelo y las columnas. Ayer vi disolverse, delante de mis ojos, todas las células de una mujer y convertirse en luz y ser mármol y notas. La música fue cuerpo.

Yo fui Carmen Corella. También aprendí que en danza se da la identificación con el personaje de una manera más íntima que en cine, porque es a ti a quien abrazan y eres tú quien mira y tu mirada antecede al cuerpo y lo controla y lo maneja.

Y descubrí que se puede danzar una pieza de jazz. A Duke Ellington, a Billy Strayhorn. Para esto se me acaban las palabras. Qué pena no poder mostrar lo que vi, ni la manera en que lo vi. El punto de chulería, la manera de crecer, de convertir Mérida en un tugurio de Harlem, él solo.

Acabo de comprar la última entrada centrada que quedaba en Orchestra. Tengo que verlo de nuevo. Aunque no baile el We got it good. Por cierto, creo que soy la única periodista que, cuando no va a trabajar, paga religiosamente su entrada. Pero de eso podríamos hablar en otra ocasión.

Le entrevisté hace dos días, a Ángel Corella. Tiene un año más que yo. Me contó que en el colegio le cascaban y que su adolescencia se la pasó metido en el estudio y que estuvo relegado porque en España no había una compañía de danza clásica. Lo decía tranquilamente, le han hecho mil entrevistas, ha contado esto y mucho más, pero te mira a los ojos y le ves el punto de tristeza cuando te lo cuenta, en esa mirada brillante y dulce que tiene. "Poquito a poco te vas conociendo como persona. Paso mucho tiempo solo". Y tú estás allí, hablando con él los diez minutos reglamentarios, y piensas: este niño me gusta. Es la suerte de no ser mitómana: que nadie te deslumbra y que, cuando te gusta alguien, te gusta por lo que ves.

Cuando acabó la obra, le di las gracias. "Gracias a ti. Lo que necesites", me dijo y me apretó la mano. Pues no lo necesito, pero me apetecería un montón un café.

La imagen es de Rosalie O'Connor y pertenece a la página de Ángel Corella.

jueves, 23 de julio de 2009

Todo tú

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Me gustas todo tú. La ternura con la que me acaricias, siempre. La pasión que imprimes a tus movimientos cuando ya no puedes más. Las ganas que te comes. La timidez con que me recibes.

También me gusto yo cuando estoy contigo.


Imagen de Sisapo.

domingo, 19 de julio de 2009

Gerona

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Me parece que hace siglos de las tardes de sofá y de las caricias, del rito de desayunar juntos después de haber salido a hacer fotos, de ir a comprar para tener lista la comida del día, del pacharán y los mojitos, las rutas por las librerías y las escaleras del casco antiguo.

Siempre que una vuelve de vacaciones ocurre lo mismo. Al segundo día de rutina, parece que nunca se fue y que la que vivió todo eso (el tiempo de despejarse y descansar, lo llaman: tiempo de sentir y descubrir, lo llamo yo) era otra persona.

A veces pienso que no se trata de que los viajes te cambien. Es otro de tus yoes el que viaja, mientras otra parte de ti se queda para volver a retomar los días con el mismo ritmo de siempre.

La foto es mía. Hay más en el álbum. Algún día aprenderé a mirar, prometido. Y a procesar y a colocarme y la técnica y...