miércoles, 30 de julio de 2008

Feliz

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Puntos de vista me manda un meme. Seis cosas que hagan feliz. Cosas sin importancia. Cosas tontas, supongo, pero que a ti te gusten...


-Estar con mis amigos. Me da igual un paseo por Madrid, un café en mi casa, un viaje lleno de arte sacro, una visita, una siesta conjunta, una tarde de compras, una cena en Granada, ver Sevilla en coche, ir al japonés o pasar la tarde en un sofá jugando a la Wii y viendo películas. Me gustan mis amigos, me gustan mucho, me encanta la gente con la que comparto la vida, no sé qué demonios he hecho para tener al lado a personas tan interesantes, tan leales, tan sabias, tan divertidas y tan entregadas. Y por eso me gusta mucho estar con ellos.

-Una charla con un desconocido en la que acabas contándole tu vida. Como ésta, que fue la última, pero no la primera.

-El momento de llegar a casa, coger la pluma y escribir a mano.

-Algunas frases de muchos libros. Esto se podría sustituir por un: "el momento en que descubro que alguien ha escrito justo lo que yo pienso, o siento, o espero, o deseo, pero que jamás he sido capaz de expresar".

-Fantasear.

-Que me abracen. Es lo que más me gusta del mundo.

Debería pedir que lo hicieran seis personas: nombraré a FLaC, que luego se me enfada... No se me ocurren seis personas, que no sean las de siempre, para que hagan un meme así.

Planes

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Repaso mentalmente la lista de la compra: vino blanco, vino tinto, San Miguel, Cola-Cao, leche, ron Brugal, limón. Tomo un café con una amiga para hablar de las parejas que vemos, del respeto a uno mismo, de lo que deseamos y de las cosas a las que no estaríamos dispuestas a renunciar jamás. Descubro que tener tres días libres hace que te entre la mayor pereza del mundo cuando te toca ir a trabajar, pero que es maravilloso poder hacer planes para ir a Madrid a ver exposiciones y cenar con una mujer a la que amo y comprar un par de catálogos de Edward Steichen. Repaso, también, la lista de bares y restaurantes que conozco (los de siempre: las tascas de vino y tapas y alguno que deslumbra). Me llega una invitación de boda. Compro sábanas (no sé qué hice con unas: las lavé a 40 grados y encogieron), toallas nuevas, cojines, una alfombra de baño, un revistero, unas sandalias, polvos, máscara de pestañas, gloss, dos jaboneras. Me hago un horario: plancharé a las diez de la noche el jueves y el viernes, pondré lavadoras a la hora de comer, plancharé el siguiente jueves, el sábado limpiaré la casa, el sábado anterior iré al cine. Recupero un foro que tiene ocho años y descubro que yo era una niña entonces, pero me siguen emocionando los cuadros y los poemas. Cuento mi miedo, lo peso, lo mido y no dejo que me impida actuar. Riego mi segundo cactus. Releo correos antiguos. Llamo a una amiga para cancelar la reserva de unas entradas y reservar otras. Pienso en los temas que me importan y que no escribo nunca.


Imagen de Edward Steichen.

lunes, 28 de julio de 2008

Citas

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Supongo que tendremos tiempo de descubrirnos en un par de días, más allá de las dos horas que nos vimos por primera (y única) vez. Hemos hablado un par de veces por teléfono (no más de cinco y muy espaciadas) y algún chat apresurado (muy pocos). Le he leído mucho, eso sí, y me caía bien antes de conocerle. De ese primer encuentro hace casi dos años.

Ahora viene a mi casa. Y yo pienso en el anfiteatro, en el teatro, en la Casa del Mitreo a la que nunca he ido, en ver si encuentro el Foro y el Templo de Diana, con lo mal que me oriento, y en restaurantes para comer y para cenar y en jamón ibérico y Torta de la Serena y posibles temas de charla, que es lo que menos me preocupa porque a mí hablar me gusta mucho y escuchar me estimula más aún.

Vivo sola, viene a casa un tío y mi madre, que ya sabe que le conozco de internet y que he comido con él una vez hace siglos y que se extraña de que su hija haga estas cosas pero no se mete en nada, me hizo la pregunta:

-¿Es gay?
-Eh... Pues creo que es hetero. Pero la verdad es que no lo sé.

Ni siquiera recuerdo si tiene la dirección de este blog.

La imagen, por supuesto, es de Cary Grant.

domingo, 27 de julio de 2008

A vueltas con la actitud

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Nunca he podido separar la actitud de las percepciones, de ese juego de realidades en el que todos nos hallamos: están lo que tú eres y la imagen que tienes de ti y la imagen que los otros tienen de ti y la imagen que tú tienes de la imagen que otros tienen de ti. Conjugarlas todas, desechar algunas, hacer que sean algo digno, algo abarcable al menos, a mí me costó muchísimo tiempo. Y también me costó aceptar todas mis contradicciones, todas las yoes que puedo ser y que a menudo son hasta antagónicas, aunque ya reconozca esos rasgos como propios y sepa que a veces no tienen que ver el uno con el otro, los unos con los otros, pero se entremezclen de una manera perenne. A saber:

-cierta necesidad de aprobación que se mezcla, al mismo tiempo, con un buen concepto de mí misma y con, además, la absoluta indiferencia que me produce lo que otros opinen de mí, siempre en la vida que llamamos real y no en la de internet -en la que la injusticia campa a sus anchas- porque, aunque pienso -y es literal- que yo no conozco a nadie hasta que no le he leído, tampoco se me escapa que con unas letras solas es imposible hacerte una idea de alguien, o que esa idea será intuitiva pero le faltará siempre la rotundidez de la corporeidad.

- cierta curiosidad por saber la imagen que proyecto -porque nunca, jamás, ha coincidido con la que yo creía (cuando yo creo que es de bruta, me dicen que soy muy tierna y así)- con la misma capacidad para no enterarme de nada de lo que de mí se dice, aunque sepa que se dice. No es que lo oiga y me dé igual: es que ni siquiera lo percibo.

- el miedo que confieso tenerle a la gente, en general, y lo absolutamente desenvuelta, extravertida y abarcable que soy, de tal modo que sólo los que me conocen muy bien saben, y porque yo se lo he dicho, que la gente, en general, me produce auténtico pánico. No creo necesitar ninguna solución, porque no se nota, nunca se ha notado, jamás lo pensarían: tardo dos días en integrarme en un grupo hecho, puedo quedar perfectamente con un desconocido y hacer que la charla se alargue hasta la madrugada, acojo a los nuevos, tengo varios grupos de amigos -distintos y que no se conocen entre sí- en cada ciudad en la que habito, me relaciono con gente que me lleva años sin ningún pudor y sin desentonar y hay unas cuantas personas a las que puedo recurrir cuando zozobro, que es de vez en cuando. Y, sin embargo, ante un grupo de desconocidos, no soy capaz de controlar el agarrotamiento de los músculos, la permanente sensación de alerta, la garganta sin aire y cierta mirada huidiza. Hay una razón para eso, todo tiene una razón, desde luego, pero ya no la cuento porque, de pronto, para los demás, esa razón parece ser la que domina todo mi carácter y yo ya estoy muy mayor para que me asignen etiquetas ramplonas.

Y, sin embargo, esa razón ha sido la causa de la otra imagen que tengo de mí y todavía no he sido lo suficientemente inteligente como para crearme una imagen a medida, libre de toda contaminación externa, porque mi actitud siempre ha tenido mucho que ver con lo que otros opinaban, gente a la que yo no conocía, gente de la que no he sabido sus nombres salvo en muy pocos casos; gente, en fin, de encuentros fugacísimos: mensajes de esa gente sólo y de ninguna otra porque -ya lo he dicho- a mí lo que opinaran quienes creían conocerme pero no me conocían me ha dado siempre exactamente igual.

Tampoco creo que yo haya asumido una actitud consciente, pesada, medida, planeada y, sin embargo, salió bien, salió todo lo bien -eso lo sé ahora, pero también lo supe hace diez años- que podía haber salido, porque -ya lo he dicho- yo pude ser de otra manera, de una manera infinitamente peor y más callada y más cobarde y mucho más patética y no lo fui porque, desde que tenía 13 años puse mucho cuidado en no serlo, aunque tampoco pudiera sustraerme de esas percepciones ajenas a mí. No hay una fórmula mágica y, cuando alguien dice que no te tiene que afectar lo que otros digan de ti, es que no se ha planteado nunca que ellos pudieran tener razón. Y jamás fui tan autosuficiente ni tan ciega como para permitirme esa licencia porque además -y esto es lo más gracioso- sí que tienen razón y la han tenido siempre.

Actué sobre la única parcela de mí sobre la que podía tener un auténtico control, que soy yo misma, mi personalidad y mi carácter -que es abierto y expansivo, que no perdona una cena y unas copas y un cine y que es capaz de ordenarle al cuerpo que se vista y salga de casa aunque haya planeado pasar la tarde leyendo-. Lo hice lo mejor que pude y de la manera más implacable que sabía porque nunca he sido con nadie tan dura como lo he sido conmigo y, sin embargo y a pesar de todo, sé que la percepción de los demás es la correcta y qué se le va a hacer, porque tampoco creo que la actitud -al final- sea lo que más influya en tu vida. De hecho, le daría el cuarto puesto en una hipotética lista de influencias en las que le preceden, y por este orden, la lectura, la escritura y algunos amigos. Porque salir a comerte el mundo no va a hacer que te lo comas, ni trabajar mucho y trabajar bien te va a asegurar un puesto de trabajo, ni pensar que vas a acabar en la cama con el tío más interesante que conoces va a hacer que esa noche termines follándotelo en cualquier parte, ni salir de una peluquería o maquillada y viéndote perfecta va a hacer que los demás te vean perfecta, salvo los cuatro que advierten el cambio. Ni convencerte de que no tienes miedo va a hacer que no lo tengas, aunque no se note.

Le reconozco, pues, cierta influencia a la actitud, pero no la capacidad de ser una varita mágica que cambie tu realidad con un golpecito gracioso. Ni siquiera de hacer que no te afecte lo que te va a afectar de lleno, hasta que no seas capaz de defenderte de eso. Y defenderse sólo es defenderse: no irse al extremo contrario, ni pisar fuerte en terreno pantanoso, ni creer que todos están equivocados menos tú, aunque conseguir creerlo te evitara mil problemas -y te los evitara, sobre todo, si estuvieras sola en el mundo y no hubiera ningunos otros-.

Pero también hay otra razón para que a mí la palabra actitud me provoque la misma mueca de desprecio que la palabra asertividad. He conocido a un par de ellos -fueron ellas-: un par de personas maduras, inteligentísimas, positivas, brillantes, seguras de sí mismas, tan perfectas que lo único que hacían era echarte en cara tu propia imperfección -mírame a mí-. Y, al final, he descubierto que ninguna persona totalmente independiente, totalmente autosuficiente, totalmente fuerte, me va a merecer nunca la pena, porque nunca he aguantado a un mentiroso.


Reflexiones sobre una respuesta de Portorosa.

sábado, 26 de julio de 2008

Mi cactus-pepino

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El año pasado me regalaron un cactus y una orquídea. La orquídea me duró un mes, a pesar de mis mimos -le compré abono, la regaba como me dijeron en la floristería... Quiero pensar que no aguantó los rigores del verano y no que fui yo quien la maté-. El cactus me dio dos flores de un día que se comió un langosto a las seis de la mañana y, como vi lo que le pasó a la orquídea, yo lo he tenido todo el año a la sombrita, pobrecito, para que no pase calor y no se me muera y lo he regado, religiosamente, una vez por semana.


Este año no ha echado flores y, además, tiene una forma de pepino impresionante: ¡va buscando el sol! Así que aquí estoy ahora, como una tonta, con mi cactus arriba y abajo, por las mañanas en el salón y por la tarde en la terraza (¿tiene que darles el aire? Es que si abro la puerta, me entran los pájaros), para que vuelva a recuperar su redondez primigenia y sus ganas de echar flores y a mí se me quita el complejo de que no valgo ni para cuidar cactus. Porque además me regalaron otro: y yo lo puse en el poyete, para que le diera el sol. Se cayó. El primer día. No fui yo, que conste: fue el viento. Debe de ser duro, porque no le pasó nada: ni un pinchito se le rompió, ni se movió una pizca de tierra.

Pero bueno. Carlos, no te preocupes: sobrevivirán.

(Espero).

viernes, 25 de julio de 2008

Tardo

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Tardo un instante en hacer que regresen los fantasmas; cinco minutos en redactar una noticia y otros cinco en fumarme un cigarro; siete minutos en ir de mi casa al trabajo; diez en ducharme y vestirme para salir; dos horas en buscar una primera frase; un momento en decidir qué me apetece comer; cuatro minutos en encender la tele y apagarla y medio año en darme cuenta de que ya no te echo de menos.

Que es mentira, claro, porque sí te echo de menos. Lo que ocurre es que, por fin, no me acuerdo de ti todos los días ni a todas horas ni por cualquier cosa y que tardo exactamente tres minutos en hacerte desaparecer de mi memoria.

Normalmente me asusta la capacidad que tengo para prescindir de gente que antes hubiera considerado importante y necesaria. Ahora, aquí, hablando de ti, es todo un alivio.

jueves, 24 de julio de 2008

El juego

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Cuando te han repartido la baraja, casi se te han olvidado las reglas del juego.

miércoles, 23 de julio de 2008

No fue el ron

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Una cena en la que se mezclaron los grupos, con unas croquetas que sabían a Avecrem y una terraza calurosa que no pisaremos más se transformó en una noche de descubrimientos. Llegaron las charlas con los amigos y el ron, el Matakas con sus carteles de cine de antes de los años 30 y su juke-box en la que escuchar a Calamaro y Los Piratas y un niño perdido que es un encanto con el que intercambié pedazos de mi vida por la suya hasta las seis y media de la mañana. Yo no hablo de libros más que con unas cuantas personas (muy, muy pocas), pero pulularon por allí -les convocaría el alcohol- Oscar Wilde, Stevenson y Dickens. Y el amor, más tarde, y las relaciones y el necesitar muchas charlas para enamorarte de alguien y cómo influye el pensamiento en la cama y la necesidad de escribir y la fortuna de encontrar a una persona con la que puedas ser tú y mantener tus aficiones individuales porque ella también cultive sus pasiones. A veces se produce esa magia porque eres capaz de reconocer a alguien. Y no fue el ron, obviamente, porque yo controlo mucho lo que digo y lo que hago aunque lleve tres Brugales y un tequila en el estómago. Simplemente, ocurrió y hacía mucho que no me quitaba la palabra de la boca un completo desconocido y que no me quedaba con alguien a solas tanto tiempo y disfrutando. Los dos besos del principio de la noche, hola, qué tal, se transformaron en un abrazo grande de madrugada y en la resaca de una charla en la que he pensado mucho, porque no sé cuándo le volveré a ver pero sí que sería un buen colega, otra incorporación a esos círculos que pensé en cerrar un día y que después han permanecido abiertos porque ha llegado gente como él.


Y sí: recuerdo todas las palabras. Y quiero imaginar las que no se han dicho todavía.

martes, 22 de julio de 2008

Hugo

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Dentro de la barriga de mi amiga crece un niño al que ya le he visto la cara y una mueca que parece una sonrisa, los ojos cubiertos por líquido amniótico, la manita en la mejilla, una imagen naranja que te hace asombrarte de que algo tan cotidiano pueda parecer tan milagroso cuando lo ves tan de cerca. He pasado cuatro días en Sevilla, a donde fui en situación de crisis -como tantas otras veces- para admirar una barriga que parece la bola del mundo, un ombligo que ha desaparecido casi por completo y una línea alba que la parte en dos. También he leído tres o cuatro libros sobre el embarazo, he aprendido qué son el apego y la impronta, he corroborado el papel del tacto y he notado moverse a un niño que será también mío.

No sé en qué nos cambiará la vida. Ahora pienso que la vida no te la cambia un hijo. Quizá la vida sea un todo y no haya nada que te la cambie: ni un bebé, ni la pérdida de un trabajo, ni una lotería que te caiga. Es sólo que tu futuro ya no será el que tú pensabas que sería, pero quién puede ver el futuro a estas alturas. Ya nos gustaría ver el de ese muchacho que ahora da patadas mientras su padre le besa y con el que bromeamos, le voy a comprar una raqueta de tenis y un balón de fútbol para ver si nos saca de pobres, pero del que suponemos que será un niño feliz.

Yo ya le escribí cuando aún le andaban buscando, pero me gustaría poder recordarle algún día quiénes son sus padres: esas dos personas que al principio serán comida, abrazos, masajes, mimos y baños; que luego se transformarán en el lugar seguro y consciente de referencia, cuando lleguen los extraños -yo, entre ellos- y sus padres les miren para contarles con los ojos que esa gente rara también le quiere mucho. Y más tarde, los que no entienden nada, las personas ante las que hay que guardar todos los secretos y luego aún dos referencias a las que intuyes y en cuyas manos vuelves a ponerte para contarles los planes, mimarlos, hacerles favores y planear viajes, porque después aprendes que ellos siempre estarán.

Para todo esto hace falta mucho tiempo. Un tiempo que se nos va a pasar muy rápido -qué chico es, mira cómo anda, qué bien habla ya; niño, no digas tacos, hostias; dónde andará a estas horas; el hijoputa ayer llegó borracho- y que produce mucho vértigo, porque cuando él tenga veinte años los demás pasaremos de los cincuenta y nos seguirán asombrando su jerga y su manera de vestir.

No sé cómo cambiarán sus padres en ese tiempo, qué hará el reloj con nuestro carácter y nuestras ganas y cómo podremos hacer del mundo algo que no le resulte tan hostil, todavía. Cada uno piensa en el papel que le toca desempeñar en estas circunstancias y yo no sé qué seré para un niño al que veré dos o tres veces al año, pero me gusta pensar que puedo transmitirle algo, porque los amigos de mis padres también lo hicieron conmigo cuando era una cría y gracias a ellos me enteré de muchas historias que me los acercaron.

Tengo ganas de que llegues y de asombrarme de nuevo cuando te vea.

Imágenes de Buteijn y de Bies.

martes, 8 de julio de 2008

Una isla furtiva

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-Eres la persona más excitante con la que he hablado nunca.

Ni siquiera fue ése el principio. Lo había sido mucho antes, cuando deshacía la cama por una sola y poderosa razón; cuando comenzó a jugar a un juego del que ella ya lo sabía todo, aunque no fuera muy consciente del momento exacto en que había comenzado la partida -siempre estabas muy ocupada; quiero saberlo todo de ti: qué te gusta, qué libros lees, quiénes son tus amigos-. Nunca pensó en nada más, porque siempre había otros (incluso uno que no servía ni para follar ni para llevárselo al teatro ni para ir de viaje, pero que estaba muy perdido en una vida que no quería y de la que no podía salir), porque no existía ningún futuro posible, porque por una vez le daba igual que el futuro no existiera y porque él también disponía de otro cuerpo: un cuerpo soso, un cuerpo que no se dejaba explorar demasiado, un cerebro dentro de un cuerpo que no le atraía lo más mínimo pero con el que había firmado un papel porque se había cansado de estar a salto de mata y fue ella quien le besó primero y quien no permitió que él dejara de besarla más tarde.

Hay personas a las que ni su vida, ni su carácter, ni sus circunstancias, les permiten tomar otras decisiones: se lo dijo una amiga muy sabia antes de que él hubiera aparecido siquiera, hablando de su propia e inolvidable historia, y ella no lo entendió del todo hasta que no le conoció a él y, de pronto, juzgar un comportamiento ajeno dejó de ser tan fácil y la palabra cobarde ya no definía nada. Al final ocurre eso cuando eres capaz de conocer a alguien, cuando te conoces a ti mismo, cuando no te aventuras a pensar qué harías tú de estar en su lugar porque nunca sabes qué respuesta darte, porque en todos hay miedo y necesidad de no estar solos y cierta capacidad de sacrificio y mil y una debilidades -querer levantarte con alguien una mañana, planear unas vacaciones, no tener que preocuparte de con quién irás al cine o a cenar, el íntimo regocijo de echar de menos una vida de soltero que había dejado de gustarte hace tiempo, aferrarte al espejismo de concederte que eres feliz a ratos-.

-Creo que me estoy enamorando de ti- le dijo un día. Y ella sonrió, porque era la primera vez, aunque hubiera habido otra, tres o cuatro años antes, mucho más rotunda (estoy enamorado de ti), una confesión que salió de las manos de un hombre a quien ella amó como a nadie y más que a nadie, con una desesperanza que todavía le asombra al recordar el frío del final, con esa pasión inocente y entregada de las que son primeras veces también. Y volvió a sonreírle, porque ella se lo había dicho también hacía meses -ahora sé que podría enamorarme de ti-, pero no recuerda qué le contestó, aunque sí sabe que le quería mucho, que siempre le ha querido mucho, porque ella era la más fuerte de esta historia, porque no tenía nada que perder, por supuesto, eso siempre te hace más fuerte, pero también porque no quería ganar nada, nunca había querido ganar nada, y sabía que él le decía la verdad, la única verdad posible, la única que podía romper todos los miedos, porque hay palabras que dan mucho miedo: enamorarse, amor, amor mío, mi vida, te quiero.

No se puede proteger a nadie. Eso lo descubrió mucho después, cuando ya se había dado cuenta de que deseaba tenerlo dentro de ella, todo su cuerpo dentro de su cuerpo, esconderlo de todos, volverlo invisible, construir una isla. No se puede proteger a nadie, pero lo intentó de la mejor manera que sabía: escuchar, preguntar, meter a otra persona en su cama, con ellos, después de un polvo fantástico -te follaré como no te han follado nunca, ni te volverán a follar-, porque ella también quería salvarlo todo y quería salvarle, aunque salvarle fuera imposible.

Existe esa clase de amor que consiste sólo en hacer eso mismo: escuchar, preguntar, respetar el ritmo íntimo de otra persona, no pedir lo que no quieres aunque se espere que lo quieras y que lo pidas y en el escozor de la piel y en que la piel se vuelva autónoma, un ente extraño que te pica, millones de alfileres ardiendo y el filo de las uñas intentando calmar sin resultado. Te follaré como no te han follado nunca, ni te volverán a follar. Y fue cierto, todavía hoy sigue siendo cierto, pero hizo más, porque la puso desnuda delante de un espejo, sus manos recorriendo desde atrás todas las esquinas, y ella jugó a que le daba vergüenza, pero miró su reflejo, el de ambos, como si ella fuese otra persona, una mujer a la que no era capaz de intimidar todo aquello porque era muy capaz de dejarse hacer y era muy capaz de abandonarse, que era lo que más le gustaba a él, ese abandono, la manera en que una puede asumir que su mundo está verdaderamente en la exigua superficie de una cama. Y era capaz de cumplir cualquier fantasía, porque todo le parecía divertido, incluso aunque su cuerpo dejara de responderle al cuarto o quinto polvo, porque lo importante era que la cabeza seguía queriendo más y era un descubrimiento que la cabeza siguiera queriendo más aunque no pudieras ni moverte y todos los descubrimientos tienen esa mezcla de curiosidad y de alegría con la que los niños encuentran un tesoro.

Él lo había sabido antes que ella, que no era muy consciente de su poder, porque siempre le había parecido que las demás serían mejores y que lo que ella pensaba, o decía, se encontraba dentro de los más estrictos márgenes de la normalidad, esa media eterna, ni suficiente ni sobresaliente, con la que pretendía juzgarse a diario. Él lo había sabido antes que ella, pero a ella no le asombró oírselo:

-Eres la caña.
-¿Por qué?
-Porque eres el justo punto medio entre la carnalidad y la intelectualidad.

Y eso era verdad porque allí estaban todos esos millones de alfileres ardiendo, todas esas terminaciones nerviosas, el cuerpo al servicio de una imaginación calenturienta y muy sucia, las pruebas de ensayo en las que nunca hubo el más mínimo error, la percepción de la intimidad que son capaces de crear dos cuerpos desnudos cuando el sexo no se ha vuelto un trámite engorroso, las charlas de durante y de después, que siempre han sido las mejores porque nunca preguntó qué tal, nunca se comportó como el macho que precisa de la aprobación de la hembra -has estado magnífico, querido- para convencerse de que es un buen amante y que a ella siempre le resultó patético, esa conciencia de poder usar todos los músculos de tu cuerpo y de notar que eres agua, que te estás cayendo y que, derrumbada y todo, eres muy capaz de seguir riéndote durante y después y de transformarte en un lobo y ser consciente de la humanidad que, al mismo tiempo, te hace estar pendiente de un experimento que siempre sale bien.

Él usaba palabras de otros, a veces, para explicarse y explicarles: Borges, Apollinaire, Blake, Kennedy Toole. Todos los hombres importantes de su vida le han regalado textos. Todos han tenido una biblioteca en casa y esa complejidad acojonante que hace siempre querer apresar en los libros algo de su propia vida, de las vidas que no vivieron ni van a vivir ya nunca y remitirse a la ayuda de otros: otros que vivieron en otra ciudad de otro continente acaso y que hablaban un idioma extraño, pero que sabían que las verdades son siempre las mismas.

Una isla se puede construir con un cuerpo y otro cuerpo, pero al final siempre habrá un náufrago porque hay puertos que no existen y hay barcos que no llegan a ninguna parte.

sábado, 5 de julio de 2008

Secretos

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Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras las degradan. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural. Claro que eso no es todo, ¿verdad? Todo aquello que consideramos más importante está siempre demasiado cerca de nuestros sentimientos y deseos más recónditos, como marcas hacia un tesoro que los enemigos ansiaran robarnos. Y a veces hacemos revelaciones de este tipo y nos encontramos sólo con la mirada extrañada de la gente que no entiende en absoluto lo que hemos contado, ni por qué nos puede parecer tan importante como para que casi se nos quiebre la voz al contarlo. Creo que eso es precisamente lo peor. Que el secreto lo siga siendo, no por falta de un narrador, sino por falta de un oyente comprensivo.

Stephen King.

Imagen de Memo Vasques.
Cuando ocurre eso, una cambia de tema o miente, miente, miente... Compartir un secreto, uno de ésos a los que se refiere King (yo soy a los best-sellers lo que mi padre a las hamburguesas), es el primer paso de la amistad. Oyentes los he tenido de todos los tipos. Los que parece que te escuchan pero sólo quieren hablar de sí mismos; los que te escuchan para juzgarte o hacerse una idea inamovible de ti de la que no podrás escaparte jamás; los que desprecian cada cosa que cuentas o los que no llegan a entenderte ni preguntan. A ésos no les hablo. Más bien, no les digo (ya saben la frase: hablo mucho, pero digo poco). Pero luego, afortunadamente, han estado los otros.

Aquéllos que te vuelven del revés y a los que acabas contándoles lo que nunca antes habías contado a nadie. Y no sólo eso: te descubren aspectos de ti que ni sabías que existían.

viernes, 4 de julio de 2008

Maghenta

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No sé cómo me la encontré. No sé qué otros blogs me llevaron a ella, quizá fuera el de Adúlter, o quizá cualquier otro, porque tampoco sé cómo llegué al de Adúlter, (que ha recuperado para mi solaz: lo tenía que decir, maestro) pero me encontré envuelta en palabras que muchas veces no entendía y que no podía dejar de leer y en imágenes sugerentes que no sé de dónde saca, pero que me hicieron pensar, cuando vi a Hans Baldung Grien, que le gustaría este Retrato de una dama. Su dieta equilibrada incluye un paquete de Nobel y seis cafés, tiene un hijo y una madre omnipotente a la derecha de Rajoy y trabaja en una editorial. No cuento nada que ningún lector de su blog no sepa.

He conocido a mucha gente por Internet. Personas que sólo residen en la red (hay uno desde hace ocho años: quizá una de las personas que más me han conformado y al que le debo -sí, se la debo a un hombre- la mayor parte de mi conciencia de género. No le veré nunca, pero está) y personas que salieron de ella y pasaron a formar parte de mi vida: ya no son "amigos de Internet": son amigos, simplemente. Llegaron por foros de debate y por foros de cine y por chat (o messenger o Gmail, que es casi lo mismo). Y luego descubrí que los blogs también servían para esto de incorporar a gente a tu vida.

Hoy he ido a recoger tres libros. El tipo que me atendía me preguntaba: "¿Sabes de dónde vienen?" y yo: "Pues no". "¿Y el nombre de la persona que te lo manda?". "Bueno, sé el nombre, pero no el apellido". A ver cómo le explico yo al tío de la mensajería que mira, que es que resulta que no sé quién es ni la he visto nunca, pero las dos tenemos un blog y nos leemos desde hace algún tiempo y hemos intercambiado cuatro o cinco correos, pero ella es así de generosa y me ha mandado tres novelas.

Que yo publicito porque me da la gana (para que no le falte el trabajo, para que vendan muchos libros y como agradecimiento).


Aquí los tengo, echándoles el ojo en mi mesa. Si quieren saber dónde los venden en su ciudad, éstos y otros, pinchen aquí.

Ahora sólo queda que, en su editorial, le publiquen un libro. Porque escribe como Dios.

Una boa de marabú

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Escuché su voz por vez primera hace veinte años. Pedí un disco suyo por Reyes. No me gustó. Y el caso es que no me gustaba, porque no me gustaba nada, pero no paré de escucharlo y, ni siquiera sé por qué, luego pedí otro.

Jamás me había imaginado que nadie pudiera cantar así.

Nunca veré a Frank Sinatra encima de un escenario. Tampoco veré a los Beatles. Ni a Janis Joplin. Ni a Jimi Hendrix. Ni a Queen. Ni a Alfredo Kraus. Ni al resto de la gente con la que he crecido. Pero, cuando me preguntan qué no me hubiera gustado perderme, dónde querría haber estado y ya no puedo, siempre digo lo mismo.

En un club de Harlem, años 30, en primera fila, para ver a esta mujer con guantes estilo Gilda y una boa de marabú alrededor de su cuello.

De hecho, lo he imaginado tantas veces que, en ocasiones, creo que no me lo perdí. El pelo recogido, los ojos tristes, los labios pintados.

La lágrima en la voz.

Actitud

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Yo pude ser de otra manera y una vez conocí a dos personas que eran lo que yo podría haber sido. Nunca fui consciente de mi elección. Quizá estuvo hecha de pequeños actos de defensa: una frase de un cómic, una cita de ciertos libros, un carácter desenvuelto que transmitía seguridad aunque a mí la gente, en general, me provoque un pánico terrible; el rechazo a cierto concepto de femineidad que me dura hoy y que viene de todos los lenguajes que no sé usar -el de la estética, el de la pasividad, el de la seducción-; la escritura como modo de verme desde fuera y analizarme; la manía de destruirme cada cinco días y comenzar a construirme de nuevo, antes.

Lo que me llevó a ser quien soy -y a no ser ellas dos- no fue una terapia asumida y puesta en marcha. Simplemente, yo sabía con qué trabajar. Pero hubo algo constante durante esos años (ocho, desde los trece a los veintiuno), antes del vértigo: nunca se me ocurrió luchar contra los elementos: ciertas imágenes de uno mismo -lo que querrías ser y no lo que eres- sólo pueden llevar a lo grotesco, a una percepción deformada de la realidad o a la burla de los otros. Yo siempre tuve muy claro lo que era y lo que no podría llegar a ser jamás, por mucho que me gustara la idea o por muy grande que fuera el deseo. La asunción de una realidad real y el no crearme, ni creerme, una realidad inventada, supone lo que mis amigos más cercanos llaman "un problema de actitud". Y, sin embargo, el verdadero problema de actitud para mí sería el contrario.


Ejemplifico: supongamos que mido un metro y medio y que vivo en España, sociedad en la que la media de estatura para las mujeres de mi generación es de, al menos, diez centímetros más. No se tratará de que yo me vea baja, o de que los demás lo hagan: se tratará de que soy baja. Puedo ponerme taconazos de vértigo y crear ilusiones ópticas con la ropa, pero cuando me desvista y me descalce, horror de los horrores, seguiré midiendo metro y medio. Porque resulta, señores, que hay unos cánones y unos esquemas y unas circunstancias (haber nacido en España y vivir aquí y no en África con los pigmeos) y que la actitud no te salvará de ser un retaco. Ni hará que los demás te perciban como una mujer de metro ochenta. A tener presente eso, y a ninguna otra cosa, es a lo que yo llamo ser consciente de la realidad real. Podríamos ponernos estrictos y filosóficos y decir que los cánones varían de una época a otra, que la realidad es cambiante y que la sociedad está hecha de individuos y de actos sociales y de algo que trasciende, que es lo que la costumbre, la tradición o las estadísticas han definido como correcto o mediano. Pero el resultado sería el mismo: que hoy, en España, en esta primera década del siglo XXI, soy más bien enanilla. Se puede hacer la prueba no sólo con la altura: también con la belleza -que no, señores, no es subjetiva. Ni de coña es subjetiva-, el contorno de las caderas o la talla de sujetador. Y hay pocos caminos posibles. Dos, a lo sumo. La negación -y prepárate para la burla- o la asunción de los hechos: pongámosle ser consciente de tus limitaciones.

Y la actitud, perdonen que les diga, en ciertos casos (y me refiero sobre todo a los casos en los que se suma la percepción de los demás a la tuya propia) no va a cambiar una mierda.


Oración última

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Que no tengo alma de aventurera, que me cuesta arrancar, que necesito seguridad económica y que siempre me pongo en la peor de las hipótesis es algo que todo el mundo sabe a poco que me conozca. Pero también que las verdades inmutables me duran un segundo y que hay veces que una frase puede dar al traste con todo mi planteamiento anterior. Hace un año compré un libro de fotografía de viajes. Hay un capítulo que se llama "Viajar acompañado": "Centrarse en la fotografía durante unas vacaciones familiares o en un viaje organziado puede ser todo un desafío. Los itinerarios en grupo raramente se adaptan a las necesidades de un apasionado por la imagen (...) Una solución sencilla para adaptarse a los demás sin dejar de darle prioridad a la fotografía es levantarse a hacer fotos antes del desayuno. La luz suele ser la mejor, la actividad en las ciudades y los mercados está en su momento más intenso e interesante y no se molesta a nadie del grupo".

Es cierto: esperar a que alguien saque una foto, o quiera volver al mismo lugar más tarde; o captar una imagen de un monumento cuando amanece, cuando atardece y cuando ya es de noche, puede resultar un auténtico tedio. Si uno va solo, no le tiene que dar explicaciones a nadie, ni tiene que adaptarse a un recorrido que no ha planificado él mismo, ni supone un estorbo para los demás. Como soy de extremos he pasado del no quiero viajar sola al me molesta todo el mundo. Porque realmente sé que un par de cuadernos, bolígrafos, algunas guías y novelas sobre el lugar de destino y un equipo fotográfico es cuanto necesito para descubrir Viena, Buenos Aires, Transilvania o Chipre. Y, por la misma razón, luego podría plantearme vender lo que escriba a alguna revista de viajes -que hay cientos- o hacer un reportaje sobre un tema -los mercados de Asia, templos del mundo, grandes librerías- cuando tenga material suficiente, pasados unos años.

Claro que para eso me hacen falta un trabajo, un mes de vacaciones e ingresos estables y suficientes. O que me toque la lotería.

Santa Primitiva, atiende a mis ruegos, amén.

Imagen de Mr. Dmnt. Buenos Aires.
Imagen de Chodaboy. Transilvania. Castillo de Drácula.