domingo, 11 de febrero de 2007

Una historia de amor

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Se llaman Carlos y Nando. Viven en un pisito en plena Alameda de Sevilla, la zona de las putas, pero podrían también residir en el Barrio Chino barcelonés o en el pacense casco antiguo, porque a los dos les gustan los sitios con solera.


Nando es un tío paciente, con dos ovarios, que quiso ser mujer pero al que un virus maligno le robó hasta las tetas. Ahí estaba Carlos y ahí sigue, cuando el más simple resfriado se convierte en un drama y acuden a su casa todos los amigos, sin que se les llame, para hacer café y llevar cualquier cosa, esperando que el temporal pase esta vez sin rozarle. Es quien llama a todas las puertas, quien visita médicos, quien abre la casa a viejos compañeros y nuevos olores. Van juntos al hospital, de tanto en cuanto, el uno para ver cómo va la enfermedad y el otro para comprobar si se ha contagiado, porque siguen haciendo el amor desesperadamente, a ellos no se les ha negado lo que a tantos otros a quienes se obligó a estar solo desde el primer análisis y por eso lo aprovechan cada noche como si fuera la última vez. Llevan juntos más de veinte años, a pesar de todas las trabas y de ese sida que algún iluminado llamó castigo divino.

Carlos sabe que, cuando Nando muera, a él se le irá acabando la vida poco a poco, como en un suicidio doloroso y lento, y maldice cada día su perra suerte porque el único deseo verdadero y tenaz que mantiene es la esperanza de desaparecer con él. Iré donde tú vayas, me quedaré donde estés, tu tierra será mi tierra. Nando se ríe, escéptico ya y cansado de su vida reciente de mil y una medicinas, porque él sí sabe del miedo a marcharse y dejarlo solo, de despertarse el cuerpo en sudores fríos y de alargar la mano temblando para rozar siquiera la única presencia real que ha tenido nunca. Y agradece diariamente esa clase de amor extraño y puro que después de veinte años sigue siendo la envidia de todos.

... que no sepan volar

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No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono, bajo ningún concepto, que no sepan volar.


Oliverio Girondo.

Lugares de regreso

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De nuevo en la estación, de nuevo los andenes, las agujetas en los hombros, las maletas cargadas de libros por leer, de discos escuchados una y mil veces. Otra vez la bienvenida y los abrazos, los bolsos en el coche, los cafés lentos, las llamadas preguntando por los planes: "Veros", responde: "Preferiblemente, de uno en uno. Y en el mismo lugar, porque me falta el tiempo".

Han talado los árboles. Los troncos sirven como asientos y ella, que no distingue un geranio de un rosal, piensa que podrían haberlos arrancado de raíz, como si nunca hubieran existido. Sólo un agujero que muestre lo que hubo. Recuerda noches de hace años, bebidas ya todas las bebidas y fumado la mitad del hachís en El Salvador, cuando El Bola y Mario y Alonso, borrachos como cubas, comenzaban a cantar: "Yo me voy pa l'Alamea", a seguir bebiendo y a seguir fumando y a hablar de fútbol y a recitar poesías y a tomar café o el último gin tonic en el bar más facha de La Macarena. Recuerda un paseo solitario, de introspección, bajo un cielo de plomo en el que caminó sin rumbo desde la Facultad hasta llegar adonde siempre, adonde vivió Carmelo, ese tipo sabio que le enseñó de Historia, que le alimentó el alma con comida cuatro veces por semana y que siempre será su refugio favorito. Vio vida en las ventanas, escuchó voces de etapas que se cierran y regresó para escribirlo todo: "Estoy en casa -comenzó-. Casa significa Sevilla y, de Sevilla, la Alameda de Hércules; y, de la Alameda, el Café Central". Recuerda las palabras que Josémari le dijo un día, en medio de un abrazo con murmullos, en la puerta de otro bar eterno, cuando llegue la lluvia estaremos ahí, pero la lluvia llegó y hacía frío y ella se encontraba siempre demasiado lejos. En otros puertos, en otros andenes, de un lado a otro buscando unas raíces que perdió hace ya ni sabe cuánto.

Hay otros lugares: la Pila del Pato, con Borges, Tagore, Pessoa y Tabucchi leído en italiano. Un patio con carpas rojas, ajedrez y guitarras, Alonso regalándole, cada 26 de junio al llegar las doce, cuatro frases de 'Rosa María', "pensando si el recuerdo es algo ajeno a lo vivido", cambiándole el significado a las palabras, ofreciendo libros y poemas, recordando siempre que la vida importa. El Lokal inencontrable, salvo con un plano, su escenario lleno de latíos, los instrumentos a punto para un circo nómada de resistencia, las tascas de Triana, el Naima de John Coltrane, la calle San Luis llena de heroína hasta que cerraron el chiringuito del Melero, que se habrá muerto ya de sida o sobredosis; El Paladar con sus croquetas y sus proyectos; las noches de Barato en Los Bermejales... Demasiados sitios para apresarlos en dos días, cuando las costumbres de todos han cambiado tanto y cuando los círculos se van reduciendo sin remedio.

La Alameda pronto será un barrizal intransitable y sólo el tesón ha hecho a los antiguos seguir ocupándola, para demostrar que no importan las máquinas, ni las vallas, ni los muertos arrancados. Y a ninguno se le escapa que Sevilla es, quizá, la ciudad más puta y drogadicta de España o quizá es que ella lo sabe porque conoce a la mitad de los que duermen al raso, y que hay demasiado trasiego de gente pidiendo agua para disolver los paquetillos, demasiada marginación, demasiada puñalada danzando por los aires. Pero nadie hará nunca lo que ha de hacer, porque dinero llama a dinero y porque estamos viviendo la suma de los errores de todos. Y desde algunas ventanas de bares acogedores, a pesar de ello, se puede seguir manteniendo la ilusión de que todo sigue como siempre, con el sol en lo alto, sin nubes y sin lluvias.

viernes, 9 de febrero de 2007

... para que no nos duela al caminar.

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"Entonces tu cola se dividirá en dos y se convertirá en lo que los seres humanos llaman piernas. Pero has de saber que eso te producirá tanto dolor como si una espada recién afilada te rajase por la mitad". La pequeña sirena, de Andersen. ¿Lo recuerda? "A cada paso que des te parecerá que pisas cuchillos afilados y que tus pies sangran". Yo lo recuerdo. Casi siempre en los cuentos las transformaciones se producen sin dolor, son instantáneas y completas. Pero esa cola de sirena que se resiste a dejar de serlo. Imagino que habrá habido multitud de interpretaciones sexuales para esa imagen, aunque creo que de niña no pensé en el sexo cuando escuchaba el cuento, y tampoco ahora. Pienso en el dolor de dejar de ser lo que se es, en cuánto puede durar.

Una espada de dos filos nos corta y luego, a cada paso, cada vez que las piernas se separan y los pies tocan el suelo, sentir que se pisan cuchillos afilados. Nunca nos duele tanto querer a alguien. La imagen de Andersen no deja de ser excesiva. Nunca nos duele tanto, pero nos duele. Porque un buen día hay un cuerpo a nuestro lado y comprendemos que si ese cuerpo desapareciera sería para nosotros una mutilación. Entonces damos un paso atrás. Como somos astutos y preservamos no nuestra autonomía, no nuestra libertad, no nuestras costumbres, no todo aquello que si de verdad quisiéramos podríamos en buena parte mantener aun entregándonos del todo. No. Damos un paso atrás y lo que preservamos es nuestra cola de sirena para que no se parta, para que no nos duela al caminar.


Belén Gopegui.

El lado frío de la almohada.

Con olor a madera

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Tiene más de setenta años y tres infartos a cuestas, pero jamás hará caso de los médicos que le prohibieron el vino. Cuando cocina es capaz, todavía, de beberse medio litro, pero lo rebaja con casera, creyendo que con eso desafía a la muerte. Y mientras, emperejila, encebolla, macera... y prepara una salsa de cangrejos de río cuyo olor sigo recordando como si hubiera sido ayer cuando la probé por última vez y hace ya más de tres lustros. Su paella es la única que puedo comer: quizá porque fue la primera que llegó a mi boca y, desde entonces, todas las demás me parecen insulsas.

Le han retirado el carnet miles de veces, pero los policías del pueblo le conocen y, cuando le ven conduciendo su coche destartalado, para ir a pescar al pantano de Orellana o donde se le ponga en las narices, porque es terco como una mula, sólo mueven la cabeza y le recuerdan que algún día tendrá un susto, porque casi ni ve, aunque conozca las carreteras y los caminos de campo como nadie. Un día se cayó al canal, con su mujer, y desde entonces ella le tiene pánico al agua. Como en su época no existía el divorcio, la mortifica en cuanto puede llevándola por las orillas.


Guarda, además, miles de cuentos de los que valían a reales, algunas de cuyas historias podría contar ahora mismo sin saltarme un solo párrafo, porque él me descubrió el placer de los cómics con sus colecciones antiguas de Flash Gordon y El Hombre Enmascarado. Sus nietos le han pillado sin fuerzas ya, pero saben que deben aprovechar el tiempo que le quede, porque no hay mejor compañero de juegos ni nadie que disfrute más que él con las películas de dibujos animados y de monstruos extraños o con los relatos de amores imposibles.


Ganó dinero a espuertas, pero nunca le dio importancia y se lo robaron todo, menos su cabeza, que ahora flojea en ocasiones y no se acuerda de las citas importantes. Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo, pensábamos que se trataba de un simple carpintero, hasta que mi madre nos hizo notar que las carpinterías molientes no huelen a mádera de sándalo, a ébano de Egipto, ni a cedro del Líbano. Pero nunca dijo que se dedicaba a exportar y que confió en malos administradores, porque siempre le vimos construyendo puertas, mesas y armarios con paciencia infinita, y llevando serrín a los bares para limpiar los suelos en época de lluvias. Ya no hay bares con serrín y él se cortó cuatro falanges con una sierra grandísima y redonda, pero cuando fue al hospital y le vendaron la mano y le dieron cientos de puntos, comenzó a fraguar la leyenda de que las puntas de sus dedos habían desaparecido cuando luchaba con un león en las sabanas de África.

Aquel hombre afable que todos los domingos nos llevaba a buscar el Cangrejo de las Pinzas de Oro por los ríos de Extremadura, nos enseñó también a decir tacos como hostia puta, joío y la madre que te parió a la tierna edad de seis años y nos hablaba de política un bienio más tarde, cuando no entendíamos nada y seguimos sin entenderlo. Pero jamás encontró interlocutores más atentos, porque no todos los días se tiene la oportunidad de que te explique el mundo quien robó ámbar de ballena a los piratas de los Sargazos y quien descubrió los tesoros de todas las islas.


Ha tenido fieles compañeros, pero ninguno como una perra pastor alemán, llamada Pizquita, cuyo nombre han heredado todos los canes que le han seguido cuando murió de vieja y de lealtad. Me enteré un sábado, recién sucedido, y como nunca he tenido demasiadas lágrimas, pasé horas llorando a mi manera, sola en una ventana mientras mis amigos jugaban a los bucaneros, pensando en el mejor homenaje a ese animal hermoso que todos los años nos regalaba una camada de cachorros de los que jamás nos quedamos ninguno. Entonces prometí escribirle una historia, pero ahora sólo guardo su imagen frente a la puerta verde de la carpintería, a la que no sabría llegar porque hace demasiado tiempo que no la piso y a veces la memoria juega a su antojo con los recuerdos.

Pasamos meses enteros planeando un viaje a la Luna, cuando estuviera redonda y colorida, con una nave que pensamos real. Él sería el piloto, por supuesto, porque sólo él conocía el camino y podía sortear agujeros negros, meteoritos y galaxias. Mi hermano Nacho, el mayor, consiguió el título de primero de a bordo; yo me ocuparía del cuaderno de vuelo, para que te pases el día escribiendo, niña; y a mi hermano Antonio, que siempre fue su preferido porque era el más pequeño, le asignó el más ansiado: el de grumete.

Para comer, bastaban pastillas energéticas que luego se transformarían en lo que nuestros sueños ordenaran. Los trajes espaciales se los había encargado ya a una modista americana llamada NASA, que jamás vendría a probárnoslos porque la materia de la que estaban construidos los hacía ajustables a peso y altura. Sólo había un requisito: que, cuando volviéramos, más sabios y mejores porque habíamos salido del mundo, jamás le contáramos a nadie dónde habíamos estado, que hay lugares que sólo deben ser visitados por cierta gente. Leímos a Julio Verne para prepararnos y, cuando lo teníamos todo a punto, decidimos que queríamos comenzar por cinco semanas en globo o veinte mil leguas de viaje submarino.


Cuando crecimos y la imaginación se nos llenó de cine y de pantallas, nos dimos cuenta de que jamás había hablado de la guerra que vivió. Se construyó un mundo a su medida, y a la nuestra, mucho menos duro, con perros de porcelana en el poyete de la chimenea y un dálmata grande que no ladraba al que abrazar. Pasamos en su casa miles de horas activas, inventando juegos, levantando historias y dando rienda a los deseos. Los fines de semana le estaban dedicados, completamente, porque nadie como él para cuidar de la niñez y hacernos madurar a nuestro ritmo.

Ahora el relevo lo ha tomado su hija Lupe, igual de mal hablada que él, que parió un hijo con parálisis cerebral y que lo arregla todo a base de bofetadas de autoestima. Alejandro nació casi sordo y con la misma cara de gitano que su abuelo, como si el padre no hubiera tenido nada que ver en el asunto. Anda a trompicones, pero sonríe todo el rato y reacciona a los sonidos lentamente. Lupe aceptó lo que le vino en cuanto se lo pusieron en brazos y fue a psicólogos, logopedas y maestros mientras el alma se le hacía añicos e intentaba reconstruírsela de nuevo. Cuando necesita descansar, deja al niño en las mejores manos y se marcha tranquila, por unas horas. Mientras su madre se escandaliza y da voces en el salón, su padre obliga a Alejandro a ponerse de pie y le aplaude los progresos con cientos de besos cariñosos. Si Lupe abre la puerta, la recibe contándole historias exageradas, porque él ha visto a su nieto volar.

Cuando acabe su labor, tengo pendiente con él un viaje a la Luna...

A Antonio Peris

Una Excusa

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Cada uno de nosotros sabe, al menos, un par de historias hermosas que desearía contar. La mía trata sobre la limitación. Continuamente me someto a pensamientos que creo reales por el puro placer de la palabra "imposible". La camuflo con la indisciplina, la falta de imaginación y la creencia en las musas. Aún más con todo lo que me queda por leer y con todo lo que no he aprendido todavía, con la insatisfacción constante. ¿Qué límite separa lo que sería de interés universal de lo que sólo tiene validez en la memoria de los más allegados? No lo sé y probablemente no lo sabré nunca.

Me enorgullezco de lo que leo más que de lo que escribo. Carezco de esa vanidad como carezco de la envidia. Ante personas como Stevenson, Tolkien, Shakespeare, Kipling o Kafka a mí sólo se me escapa un silbido. Es la conmoción más absoluta, la pregunta que siempre me ronda: cómo fue posible. Y no digamos ya cuando me enfrento a la poesía: a Pessoa, Lorca, Cortázar, Borges... o a aquellos que le eligen a uno, los que le acompañan, los libros que releemos compulsivamente una y otra vez, por tontos que parezcan o malos que sean. Me gustaría saber contar historias. Quizá, más bien, me gustaría inventar historias. Aunque los grandes temas ya se hayan tratado y sólo consiga exprimirlos de nuevo. ¿Cómo se hace para escribir un libro? Uno perdurable, quiero decir. Uno que reescriba el mundo de nuevo, que amplíe la visión de los demás, que les haga un poco más sabios y más inteligentes, que les lleve a amar, en definitiva, puesto que de eso se trata. La respuesta no incluye solamente trabajo y más trabajo, sino una buena dosis de genialidad, la conciencia de que es lo único que realmente puedes hacer. Tu manera de servir.

No sé si podré hacerlo nunca. No sé si la búsqueda de empleo y dinero, de un techo bajo el que dormir y de un plato caliente, y de ser buena en lo que hago, o quizá de que los demás crean que soy buena, me apartará de eso cuando aún no he comenzado. Hace siglos que sólo escribo cartas, pero los que me conocen opinan que me ven escribiendo más que ninguna otra cosa, y se convencen de ello, y a veces logran entusiasmarme a mí también, por más que les explique una y mil veces por qué no puedo. No puedo vivir las vidas de otros ni ser otros mientras me siga tomando tan en serio. Al final me consuelo pensando en algo que me descubrieron hace poco: Azorín no imaginaba. Contaba lo que veía. A lo mejor yo podría contar lo que veo también. De la manera en que llega a mí. Lo que ocurre es que no he visto muchas cosas. Analizo más que describo, pero sólo desgrano aquello que conozco bien. No los problemas de un país ni su funcionamiento interno. Quizá debería empezar por labores de documentación. La Historia. La que se cuenta y la que no. Lo que existe y lo que no existe. Los mitos, los cuentos, los elfos y las brujas. Las intuiciones que se producen cuando te roza un ángel: esa creatividad. Crear algo que parezca real, que sea tan real que ayude a comprender la realidad en la que nos movemos y, además, con algún tiempo de antelación. Es demasiado ambicioso. Otros lo lograron antes de que yo naciera y esa permanencia sólo se descubre después de siglos, cuando ya no importa porque ya no lo sabrás nunca. Supongo que la escritura es lo más hedonista que hay: un cumplimiento. Escribo porque siempre lo he hecho, por ninguna otra razón. Aún más: escribo para vivir más y de nuevo, para recordar, para repensarme y crecer, porque no sé existir de otra manera. Puedo pasar un mes sin la presencia de los que más amo, pero no sin un papel. Si esto no es determinante, no sé qué lo es, pero eso sólo no me basta. Y esta cualidad es la que lo hace difícil, el placer y el dolor unidos inextricablemente, el orgullo y la burla sobre lo que eres y lo que haces, todo a la vez. El acierto, la maravilla, la admiración y una desazón estúpida. El convencimiento de que, siendo más y sabiendo más, podría hacerlo mejor, y la certeza de que nunca sabré todo lo necesario y nunca seré todo lo que quiero. Acabar algo sabiendo que no le sobra una coma ni le falta nada, que está tal y como debe estar, que los pensamientos son los más certeros y las palabras, las más exactas. La insatisfacción estropeando lo que debería ser sublime si tuviera alas. Ésa es la historia de mi limitación: una excusa.

A Jandro, en 1996.

Tenía veinte años. Diez años más tarde, no ha cambiado nada.

domingo, 4 de febrero de 2007

Ansia en Plaza Francia

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Encerrado en mi torre de marfil,
la soledad del cuarto del hotel,
bajo el peso de mi propia ley perdí,
mi propia ley que es roce de tu piel.

Esperándote con ansia en plaza Francia,
la fragancia de tu rosa en mi pellejo,
que no pude borrar en cuatro días,
malditas despedidas, me están volviendo viejo.

En el ropero dejé la campera de cuero,
ahora soy un torero retirado de los ruedos.
Mi dinero me lo gasto en elegancia,
esperándote con ansia en plaza Francia.

En mi cárcel de cristal, te espero,
más allá del bien y del mal, te quiero.

Con mi tarjeta dorada no me puedo comprar nada,
el amor no se puede pagar.

Saco pecho y camino por el techo,
otra vez va a ser mejor comprarlo hecho al amor.

Andrés Calamaro
Me he acordado de ti.