domingo, 28 de enero de 2007

La Balada del Café Central

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Hay cierta clase de gente que sólo sale por la Alameda y que la visita cuando quiere sentirse en casa. Hay prostitutas rubias de bote que enseñan las tetas a las siete de la tarde y esperan billetes para espantar el mono, y gorrillas que lanzan litronas para luchar por un terreno que no es suyo ni es de nadie. Están la estatua del maestro Caracol y el bullicio puntual del mercadillo, y la gente se ríe y habla, y hay espacio donde encender un fueguito, tocar el djembé, fumarse unos porros como un rito antiguo, detener el tiempo. Hay días en los que el cielo se te cae trozo a trozo y esa Alameda cabrona e inhóspita, comprometida y acogedora, es el único lugar donde todo se derrumba y se reconstruye, una y otra vez.

El Café Central tiene tres puertas por donde se cuela el frío, y mesas de máquinas de coser para calmar los nervios con el traqueteo. Es uno de los pocos bares de Sevilla donde una puede ponerse a escribir sin que la miren ni le pregunten y hay gente que va sola pidiendo tranquilidad y compañía, porque la soledad sigue siendo hermosa y terrible cuando se espera a alguien que te salve de la soledad y porque toda despedida es una traición si no dura siempre. Yo llegué hace años, me llevó un amigo regalabares callado que se transformó. Ahora hay allí una camarera menudita que lee 'Hamlet' en sus ratos libres, Shakespeare comprado en una librería de viejo, y que te sonríe mientras tú emborronas páginas y esperas. Y una morenaza de pelo largo y labios preparados para la risa, que sortea bailando a los compañeros y que pregunta si ya han llegado los amigos.

Los bares la escogen a una como la escogen quienes van al lado, bares para espantar el miedo, para huir de la lluvia, para reencontrarse. Bares que son capaces de engañar a esta sociedad prejuiciosa y conservadora, donde acuden gays y heteros haciendo rancho común, como si realmente estuviera cerca el día en que todos fuéramos capaces de 'entender' un poco mejor. El Café Central toca sus horas de retirada y los minutos de lucha por llegar a la barra o pillar una mesa y se escucha a Lenny Kravitz y a La Unión, que me traslada a los acantilados de plata de Aguadú en esta Sevilla que no tiene mar.

En el Café Central también hay un camarero de jueves a domingo, un tipo moreno, de pelo corto, fibroso y de nariz aguileña, del que ni siquiera sé el nombre pero que siempre acude salvo cuando no es su día. Tiene una camiseta roja de Spiderman, el Spidey de los viejos tiempos, con el uniforme antiguo, el Trepamuros de mi niñez que aún no tenía una hija que le sustituyera y que malvivía haciendo fotos para un periódico de jefe gruñón. Debe de tener buen gusto si le gustan los cómics, pero sólo he intercambiado con él las palabras "enchilada roja, Coca-Cola y Marqués de Cáceres", porque el oficio de periodista nos está volviendo alcohólicos a todos. Él también sonríe y consigue alegrarte la noche, aunque esté oscura y se tambalee, aunque el camino esté trazado y tú debas regresar y despedirte.

La Balada del Café Central sólo puede cantarse desde la distancia, bares que son otra ciudad, a unos pocos cientos de kilómetros, en un lugar que no elegiste y con locales asépticos sin camareros que sonríen, y sin mesas con gatos y sin algunas caras a las que quisieras ver más a menudo. Se entona bajito, sin conversaciones en corro, sin humo de hachís, sin aroma de vino, sin cuadros de caballos, sin amigos cerca. Esos amigos que esperan verte caminar de nuevo por la Alameda, de nuevo en casa.

sábado, 27 de enero de 2007

Nadie dijo que fuera fácil

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Todo el mérito es tuyo; tienes mi palabra de honor. Quizá el botín de tan larga campaña –y lo que te queda todavía– no sea lo dorado y brillante que uno espera cuando la inicia, a los doce o trece años, con los ojos fascinados de quien se dispone a la aventura. Pero es un botín, es tuyo, es lo que hay, y es, te lo aseguro, mucho más de lo que la mayor parte de quienes te rodean obtendrán en su miserable y satisfecha vida. Tú has abordado naves más allá de Orión, recuerda. Tienes la mirada de los cien metros, esa que siempre te hará diferente hasta el final. Fuiste, vas, irás, esos cien metros más lejos que los otros; y durante la carrera, hasta que suene el disparo que le ponga fin, habrás sido tú y habrás sido libre, en vez de quedarte de rodillas, cómoda y estúpida, aguardando.

Ahora sabes que todo merece la pena. La larga travesía por ese mundo de méritos numéricos y ausencia de reconocimiento, donde te viste obligada a arrastrar contigo al niño de papá, al tonto del haba, al inútil carne de matadero, con tal de llevar a buen término el trabajo para el que te bastabas en solitario. Has crecido y sabes que las oportunidades no estaban en los otros, sino en ti. Que no había nada malo en aquella chica tímida que se llevaba libros a las horas libres de tutoría; que buscaba la mirada de los profesores inteligentes, no para hacerles la pelota, sino por sentirse cómplice y no estar sola. La jovencita que sobrecargaba la mochila con El guardián entre el centeno o El señor de los anillos, que en la excursión del cole a Madrid prefería ver el Planetario, el Prado o el Reina Sofía a dejarse la garganta en el parque de atracciones. Que se enfrentaba a la hostilidad de compañeros cretinos porque era la única que había leído las Sonatas de Valle-Inclán o sabía quién era Wilkie Collins. Ahora que miras hacia atrás con madurez, comprendes que cada vez que alguien ninguneó tu forma de ser, te insultó, te miró por encima del hombro, no hizo sino precipitar tu aprendizaje y tu lucidez. Tu certeza de ser mejor, más despierta y diferente.

Mírate ahora. Qué lejos estás de tanto borrego y tanto buey. Entras en la edad adulta sin que nadie pueda imponerte una sonrisa falsa cuando el mundo y su estupidez, su envidia, su mezquindad, te hagan fruncir el ceño. Ahora tienes la certeza de que no te equivocaste, y de que la niña callada en el banco del fondo puede ser vengada por la mujer que hoy la recuerda. Sabes ya que puedes ser feliz a tu manera y no a la de otros, con tus libros, con tus películas, con tu familia, con esos amigos que no sabes cuánto tiempo van a durar y por eso aprecias tanto, con la mirada serena que ahora posas a tu alrededor, en la calle, en el trabajo, en la vida. En la muerte. Ahora sabes que la virtud, en el más hondo sentido de la palabra, está en ese aguante de tantos años, cuando cerca estuvieron de convertirte en otra. Comprendes al fin que los malos profesores son un accidente sin demasiada importancia, pues eres tú quien aprende; y la vida, incluso con sus insultos, con sus malvados, con sus tragedias, con sus reglas implacables, la que te enseña. Nadie dijo que fuera fácil.

El otro día fuiste a ver Salvador y saliste del cine asombrada, llorando. No por la película, ni por la suerte del protagonista, sino por la certeza de que los ideales de aquel muchacho ya no tienen sentido, porque ninguno los sustituye ahora, porque la gente de tu edad se divide en dos grandes grupos: una minoría de analfabetos desorientados, pasto de demagogia barata en manos de políticos sin escrúpulos, y una masa inerte cuya única aspiración es salir en Gran Hermano o ponerse hasta arriba el sábado por la noche; jóvenes con garganta y sin nada que gritar, que se irían por la pata abajo puestos en la piel de Salvador Puig Antich, o a los que, viendo El crimen de Cuenca, la sola visión del garrote vil haría cerrar los ojos con escalofríos en la nuca. Pero tus lágrimas, amiga, demuestran que tienes razón. Que no te equivocaste al amar al conde de Montecristo y al Gabriel Araceli de Galdós, al buscar el secreto genial de un soneto de Borges o Quevedo, al transitar, jugándotela, por los senderos sin carteles luminosos en los pasillos oscuros de la Historia. Al hacer de cada esfuerzo, de cada miedo, de cada desengaño, de cada ilusión y de cada libro, un martillo con el que picar los muros espesos que te rodean.

Y si algún día tienes hijos, intenta que sean como tú. Como esos tipos flacos de los que hablaba Julio César, a la manera de Casio: gente de dormir inquieto, peligrosa y viva. La que quita el sueño a los apoltronados y a los imbéciles.

Arturo Pérez Reverte.

Gracias, señor.

viernes, 26 de enero de 2007

Instantes

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Hay alguien que regresa a una ciudad que no fue suya del todo, pero sí un poco suya, para poder cerrar las puertas. Un hombre perdido que recoge a su pareja de años en una estación, pero al que le gustaría dormir con otra. Una mujer, o una niña, que espera que se abra una ventana para poder ser tierna con alguien a quien no puede nombrar. Un duende que disfruta de la nieve en Asturias y lo escribe para que otros lo veamos. Una amiga suya que regresa a Granada y siente las mismas ganas de llorar que yo sentí cuando pisé las calles de Sevilla el fin de semana pasado. Cientos de mujeres poderosas que discuten sobre el feminismo en Mérida y que sí tienen presencia: Nadia Nair, Isel Rivero, Dolores Juliano, Rosa Cobo, Helena Taberna. Un hombre que planea un fin de semana con una mujer de la que no está enamorado, pero con la que se casó. Y una mujer, o una niña, que piensa en tenerlo dentro de su cama otra vez cuando sale en coche a trabajar, a diario.

sábado, 6 de enero de 2007

Manuel Prados, jesuita

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Era pequeñito, tenía la espalda hecha cisco y se levantaba a las seis de la mañana para llevar café a un grupo de sintecho que andaba por Sevilla, prostituyéndose y drogándose. Estudió tres carreras. Era jesuita, así que eso no es nada extraño. Ni lo uno ni lo otro.

Creó una comunidad de gente muy distinta. Un atracador de bancos, un homosexual, un reprimido, alguna niña pija, una texana, algún loco. Me mostró la íntima significación de los ritos. Intentó impedir un suicidio, sin conseguirlo. Nos reuníamos en la casa de la Compañía de Jesús, en su capilla, para la Misa. Y era una Eucaristía viva, de colegas, de guitarras, de mucho hablar, de mucho reír. Con un cáliz y un cuenco de porcelana, que le regaló Luis, ceramista, para sustituir a los de madera porque en esa casa no hubo lujos nunca, pero queríamos que fueran también algo nuestro.

Recuerdo a Amanda danzando, con sus zapatillas rosas de ballet, durante la ofrenda, ante un altar y nosotros en corro. Recuerdo a Caja cantar conmigo canciones de Almudena, de Pueblo de Dios. Recuerdo a Manuel Hidalgo agarrándome la mano fuertemente. A José Ramón abrazándome y dando discursos de lo que pensaba y de lo que sentía a todas horas. Y a Pruden, cuando apareció por allí más gordo, sin heroína en el cuerpo, y me dijo, en aquel salón, que le quedaría poco tiempo de vida, que el sida ya se sabe, pero que iba a vivirla bien. Y yo sólo podía abrazarle y zarandearle y decirle, una y otra vez: "qué bien estás, tío. Pero qué bien estás". Recuerdo a Iván y Adrián, a Fernando, a Nani, a Laura... y la voz de ese hombre menudo mirándome a los ojos para decirme: "Cada día cantas mejor". Y sus artículos, sus anécdotas sobre María (el pueblo de Granada, no la Virgen), su fe ("Creo, por eso a veces también dudo"). Su manera de escribir, y de narrar. Y su forma de abrazarme, con las manos en los hombros, porque yo le sacaba la cabeza y porque él casi no podía mover los brazos, ni las piernas.

Era bueno. En el mejor sentido de la palabra bueno.

Y yo le quería.

Ayer me llegó un mensaje de Fernando. El día seis, a las ocho de la tarde (no podré estar) será la Misa por el padre Prados. La nuestra. El día ocho, también en El Gran Poder, la que realizarán sus amigos. Ha muerto.

Con la fe, perdí también otras muchas cosas. Pero hoy me he descubierto buscando una canción, con un nudo en el estómago...


No te pude ver.


No te pude ver, te retiré la mirada;
no eras de mi fe, ni de mi forma de pensar.
Huí de tu hambre, tu miedo y tu agonía.
Tú estabas delatando mi pobre y falso amor.
Y, con ternura, me hiciste ver qué es el amor. Y pensé:

Te buscaré en las calles al pasar.
Me encontraré contigo en quien no espere.
Y, al vivir la vida que me des,
nunca será ajena a ése que halle.

Te pediré que sepa unirme a ti
en cada ser que el mundo ha despreciado.
Y jamás se me podrá olvidar
que, en todos, Dios, presente y vivo está.

Te buscaré en las calles al pasar...

Brotes de Olivo.

PD: Sé feliz con tu Dios, que también fue el mío.

lunes, 1 de enero de 2007

2007

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Comienzo a contar el año en otoño y así no se me olvida lo que ocurrió. O por ciudades. Desde junio, en Mérida. Pero antes, ya no recuerdo en qué fechas, en Melilla, Almería, Granada, Sevilla intermitente, temporadas en Madrid... Mi 2006 empezó en junio, trabajando. Antes se desdibuja, salvo algún reportaje para la GEO, divertido y estimulante. El 2007 llega con nueva gente, o con vieja que se muda de ciudad (bienvenida, Sonia) y con amores antiguos, entusiasmos, retos.

Hace mucho que no le escribo una carta a los Reyes, en la única época en que me vuelvo monárquica a ultranza. Sigo pidiendo, me temo, lo mismo que hace seis años (siete: siete ya). Una manta para los días de frío; un poco de esperanza (si es que algún día descubro qué es), muchas risas; ver más a los que están lejos, o sentirlos cerca; descubrir nuevos ojos; que sigan caminando conmigo esos pies; poder abrazar a alguien a quien nunca he abrazado (aunque ahora sean dos "alguien" y no sólo uno, como aquella vez); que siga la buena racha en el trabajo -esto es, Virgencita que me quede como estoy-.

Lo que si sé es lo que habrá. Habrá, los domingos, cafés con Raquel, María y Joaqui. Las citas con Pupe y Cuqui. Viajes a Sevilla, de vez en cuando, para ver a Maricarmen. Propósitos de ir a Granada más a menudo. Calorcito de amigos. Cotidianeidad pura y dura, momentitos. Risas. Supongo, espero, que ningún llanto, porque hace mucho que no lloro y tampoco tengo edad ni salud para berrinches, aunque no podría firmarlo. Habrá conflictos que no sabré gestionar, como siempre. Y obsesiones. Y amor. Y viajes. Y alguna maleta donde guardar lo que no quiere ser perdido.