viernes, 24 de noviembre de 2006

Reto

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Es lento, dice, y quizá cuando escriba no le entienda, si es que no tarda seis meses. Es capaz de arrollarme y por eso sólo le intuyo. Por eso y porque nunca podemos apresar del todo a nadie. Suscita preguntas. Me inspiró un texto que nunca escribí. No hay historia, sólo encuentros fugaces, con la complicidad que da el saber que alguien a quien respeto -una mujer clara y poderosa- le eligió para caminar hace años. Con esos retazos le construyo, moldeo la imagen y la rehago o la amplío con cada nueva charla. La disconformidad, la contundencia, las sensaciones, la cercanía, la forma de mirar. El juego de la observación, para el que nunca he valido. Quizá él tenga más suerte, con toda la complejidad que somos. Al menos sabe explicar, explicarse, apasionarse.


Escribir es sólo una manera. Una, entre tantas, de salir de uno y mirarse al espejo, de ahorrar dinero en psicólogos y terapias para las que ya sabes la respuesta (que es siempre tú mismo); de crear lo que se pueda y como se pueda, con más o menos acierto. De descubrir lo que no habías podido contarle a nadie. De exorcizar. Puede que sea una forma de egolatría, pero de eso ya no estoy tan segura. También puede ser un regalo. Para quien no sabía de lo que eras capaz. O para ahuyentar las sensaciones de jubilado, de vida cumplida, que te llegan a los treinta, cuando sabes que no quieres estar, pero el donde quieres estar se te niega. Quizá le sirva. Aunque tarde en encontrar el primer texto o quiera decirlo todo y no sepa la manera.


O sí. Hay un cauce de ideas ordenadas en su cerebro. Un punto de cabreo y una pizca de ironía. La capacidad de pensar más allá, de contarlo cronológicamente, enlazando una palabra con otra, como si narrar bien -si narrarse bien- fuera lo más fácil del mundo. Y zozobra escucharle, porque te quedas sin nada que decir y con la sensación -o con la certeza- de que atender a lo que dice será más fructífero que hablar. Me aprovecho, cuando sea. Y crezco. Y disfruto. Al fin y al cabo, en lo que a relaciones se refiere, eso es lo único que importa.

Por alusiones

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No espío la felicidad de calabaza alguna, ni interpreto lo que desconozco (a quien desconozco), ni me importa saber o no saber, salvo hasta un punto. No la felicidad de la cabaza, sino la tuya. Soy explícita. O la suya (y leo porque me gusta lo que leo, y me gusta la manera de contarlo) en tanto en cuanto tenga que ver con la tuya y participe de ella. Más no. Lo puedes llamar espiar o lo puedes llamar asistir. Asisto -espío- los estados de ánimo, las canciones y las palabras rojas que escupe alguien que me salvó. El mismo con el que comencé a jugar una noche borde, a ver quién puede más y dice la burrada más gorda, hace más de seis años, en un bar que se llamaba La Vaca y que estaba en Melilla y ya no existe. El mismo que me escribía poemas donde todo era sorprendente y me hablaba, también con versos, de los amigos que se iban cuando quien abandonaba la ciudad -todas las ciudades- era yo. El mismo con el que me emborraché de Cune; el que asistió a mis cabreos por falta de pelas (y me los solucionó), por el paro, por las pérdidas. El mismo que me espoleaba. El mismo que lanza(ba) palabras como cuchillos. Al que dediqué un texto que se publicó. El mismo de Melilla, Badajoz, Sevilla, Lisboa. El mismo en Madrid.


El que ahora desconfía.

El que piensa que acecho.

El que supone que quiero su dolor.

El que opina que desgarraré la piel dañada que le pertenece.

El que no concede, al cabo de tanto tiempo, el beneficio de la duda.

El que duda de la trama con la que nos construimos, ambos.

El que cree que no hay interés. Que sólo es puro gusto de espiar -de asistir-. Para reír, quizá. O para yo qué sé qué.

El que no se lo creerá, porque es más cómodo el miedo y es más cómoda la rabia.

El que desconoce que, para mí, dos sólo es la suma de uno más uno. Individuos. Independientes. Imprescindibles. El que no lo sabe, a estas alturas.

El que me duele. El que consigue -a mí sí- desgarrar la piel y el corazón. Realmente. No con la suposición de lo que otra pensará, espiará, escribirá o señalará con el dedo.

El que se equivoca. De lleno y brutalmente. Nunca entré en ese juego: porque nunca lo hubo. El que no lo admitirá.

Para qué.

Estaré

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Yo estaré cuando él se vaya, cuando todos ellos se vayan. Estaré cuando aparezca la rabia, cuando no puedas analizar los sentimientos, cuando te mate el lugar en el que vives. Estaré en el principio y estaré si hay un final. A la sombra y en las tormentas. No es una intención. Es un hecho. Estaré si te divorcias, si tienes hijos, si deseas huir hacia adelante sin pensar; si sientes que se te han caído los años, uno detrás de otro, al lado de la persona equivocada. A pesar de la locura, del dolor y de la alegría que ciegan. A pesar de la vida misma, de la autodestrucción, de todos los momentos en los que no te guste lo que eres, ni lo que ves, ni lo que eres capaz de crear.

Estaré, pero a lo mejor no te gusta mi manera. Porque quizá no veas si necesitas silencio, opinión o preguntas. Porque lo querré todo y lo querré ya. Porque te zarandearé cuando tú no tengas tiempo, ni ganas, y no sabré abrazarte ni dejarte espacio. Y porque, como siempre, ya lo sabes, porque ya lo dijo Dickens, siempre es la persona que no se halla en el trance la que sabe perfectamente qué hay que hacer y la que lo haría, sin duda.

Pero estaré.

domingo, 5 de noviembre de 2006

Cotidianeidad

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Ahora no me hace falta un inventario de motivos contra la desilusión. Aunque seguirían estando, si lo hiciera, el mar de Caria, y los cafés a destiempo, y los libros. Puedo sentir que tengo las riendas, poco a poco, sin gritarlo mucho (no vaya a ser que se desboque). Hago planes. No me privo. Disfruto. Me dejo acunar. Ha llegado el otoño. Con su chocolate fundido, sus castañas asadas, su lluvia intermitente, los charcos, el frío, el brasero, las mantas de sofá, el edredón calentito; el rito de sostener, entre las dos manos, una taza de café; las charlas somnolientas, la noche interminable, las hojas caídas. Llega noviembre, el mejor mes del año, porque anuncia muerte y renacimiento. Porque cumple un ciclo. Porque ya no recuerdo qué hice el resto de los noviembres de mi vida, pero sí las sensaciones, mojarme con las primeras lluvias, buscar un refugio...