jueves, 29 de diciembre de 2005

De este vicio extraño

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Después de tantos años, todavía no sé por qué escribo. Hay quienes piensan que se escribe para cumplir un destino; para salvarse, de uno mismo y de los otros (sobre todo de uno mismo); para buscar reconocimiento, éxito, fama; para evitar la desesperación. Desde hace mucho, yo uso la escritura para explicarme la realidad, para vivir más y mejor porque no soy capaz de enfrentarme a mí misma ni de ser absolutamente sincera si no es ante un folio en blanco.

Hay personas que no existirían si no tuvieran la certeza de que las palabras sostienen y cambian el mundo. De que en ellas se resume y se completa nuestra capacidad de razonar, de idear, de despertar y de sentir. De que somos verbo sobre todo y frente a todo. Y de que es posible encontrar a quien te piense al lado, aunque jamás te conozca, aunque haya vivido hace siglos, aunque hablen de ti personas que no saben tu nombre.

Pero que nadie se engañe: al final, todo el mundo escribe porque escribir, señores, ahorra mucho dinero en psicólogos.

Y sólo, para salir de sí mismo, para habitar en los otros, para ser con los demás (aunque permanezca solitario) ésa es la razón de que haya quien decida regalar palabras.

A CKDexterHaven

martes, 20 de diciembre de 2005

Me estoy quitando

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¿De verdad eres irreal?
¿Es cierto que eres capaz de aparecer y desaparecer? ¿Que la voluntad irá por delante de las ganas? Que no volarán los dedos, que la implicación puede deshacerse al antojo, que los contratos no son válidos o sí lo son porque no se puede mirar a los ojos... todavía...
¿Te saltarás las reglas?
De hecho, este mensaje es sólo para que te saltes las reglas. No sé si por el gusto de ver que te las saltas o por el gusto de acercarme para hacerte preguntas, o para suscitarlas.
O quizá sea sólo una provocación para que juguemos otro rato.
¿Apuestas?

lunes, 19 de diciembre de 2005

Las ausencias

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Las ausencias son espacios vacíos.

Siempre importan y siempre duelen, aunque uno aprenda a convivir con ese dolor, que no es constante y quizá por eso sea más sobrellevable, más soportable, menos duro. Estamos hechos de ausencias, sobre todo; unas ausencias que la cotidianeidad, sí, ayuda a superar, con su urgencia de cosas importantes que no son nunca lo bastante decisivas.

No todo el mundo sobrevive.

Porque ese dolor, que no es constante, se vuelve, de pronto y sin avisar, un aguijón venenoso, pero también dulce, pero también venenoso, que se clava y te recuerda que hay ausencias con las cuales vives a pesar de las ausencias y te trae a la memoria ciertos espacios de libertad, ciertas conversaciones, ciertos acantilados con la luna llena, ese viento del Tajo, algunos edificios, esos abrazos conocidos, ciertas palabras que la ausencia vuelve silencio porque no se las podrías decir a nadie más.

Al final, y a todo, uno se acostumbra.

Se acostumbra a esos pensamientos de una vez al día, o a la semana, o al mes. A las punzadas de añoranza. A utilizar el condicional o el subjuntivo: necesitaría ahora mismo a (esa persona que marca la ausencia); si estuvieras aquí... si pudiera verte, si pudiera tocarte...Nos acostumbramos a vivir sin quienes más queremos, aprendiendo a querer a otras personas, llenando los huecos, cuando sabemos, porque lo hemos hecho otras veces, que el corazón es muy grande, así que conviven en él, cada vez más, las presencias de un momento que se vuelve eterno mientras dura y las pérdidas de cotidianeidades que ya forman parte del pasado.

De vez en cuando, recuperamos la memoria.

La memoria no está siempre con nosotros y no se sabe a quién podríamos darle las gracias por eso. Aparece y desaparece. En los momentos más lúcidos, en los más placenteros, y la traen cositas casi absurdas: una mirada, una frase, una noche de palabras incontables, cierto cielo azul o alguna ciudad desconocida que sería más abarcable con alguien al lado, y que no está.

El dolor de los primeros días se transforma en nostalgia.

Una nostalgia asumida, interiorizada, aprendida a base de costumbres –las primeras veces son las peores, las que más tardan, las que más laceran–. Y esas costumbres son las que hacen que los instantes recordados se vuelvan felices, y tristes, pero también felices.La vida y el tiempo juegan a nuestro favor. Los nuevos descubrimientos, las rutinas diarias, la risa, los procesos. Nos hacen avanzar, aunque en ciertos momentos sepamos que avanzaríamos mejor, que volaríamos más lejos y más alto si ciertos espacios vacíos no existieran nunca. Se sigue viviendo, seguimos viviendo, a pesar de las distancias y los kilómetros, y las carreteras insalvables, y los países que están casi de espaldas y al lado. Sabiendo que, a ratos, la memoria llegará, con esa mezcla de placer y de tristeza y con esa melancolía que produce la nostalgia.

No te echo de menos salvo cuando estoy contigo.

domingo, 18 de diciembre de 2005

La historia del cuando

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Cuando Lolina salió de su casa, quiso comenzar a reconstruir su mundo de sentires y de percepciones. La venció la complejidad de un planeta extraño, en el que existían las propiedades privadas y las dictaduras enterradas bajo el nombre de libertades, o vivas con la íntima connivencia del menos malo de los sistemas posibles. Creía en un Dios que afirmó que la vida es una fiesta y que la rebeldía debe mantener la razón de la dignidad. Comenzó a saber del criticismo y conoció a unas pocas personas amables que le enseñaron que hay gente de fuego que puede abrasarte. Cuando Fernando conoció a esa mujer hermosa, había abandonado su mundo hacía mucho tiempo. Le sorprendió su ingenuidad inocente, que le hizo reír en ocasiones y le rompió la cabeza en muchas otras. Pero no pudo abrazarla, porque Lolina rehuyó todo contacto por creerlo inútil. Estaba convencida de que no podría cambiar las cosas si pensaba en sí misma, así que no se permitió querer a la única persona que le habría quitado el miedo a morir habiendo vivido una vida sin sentido alguno. Fernando sabía.
Sabía que la lucha es buena por sí misma, y que la coherencia es sólo una palabra que no existe. Sabía que los hombres no razonan, sino que actúan por impulsos y que racionalizan sus comportamientos más tarde, cuando ya nada tiene remedio, ejercitando el pensamiento absurdamente. Pudo haberle enseñado todas esas cosas, pero Lolina creía que sus convicciones eran las más correctas y las más profundas, verdades universales a las que nunca hubiera dado el nombre de creencias.
Fernando aprendió. Supo que el fuego había llegado para no marcharse y que el miedo de Lolina no desaparecería del todo. El miedo es el sentimiento más poderoso que existe, le repitió. Más fuerte que el amor y más que el odio. Lolina pensó que se refería a las muertes y a los desaparecidos, a los sin tierra y a la explotación, a todas aquellas causas perdidas a las que se dedicó, sin dejarse pensar en nadie más. Cuando Fernando quiso explicarse, no le dejó hablar.
Cuando volvieron a reencontrarse, Lolina había perdido la fe en sí misma y en el mundo y tampoco se dejó abrazar. Fernando no pudo decirle que las vidas sin sentido también son hermosas y que mirar la realidad desde la concepción total de un mundo extraño o tener como único planeta el espacio más cercano son las mismas cosas. Cuando se separaron por fin, Fernando ya no supo nada.

A Fernando Moragas, hace mucho tiempo...

miércoles, 7 de diciembre de 2005

Valencia de Alcántara

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Sí me siento en casa aquí, de tanto en cuanto, algunos días más en casa que otros, porque, cada vez que visito las ciudades en las que fui (o soy) feliz, me queda más honda la sensación de que jamás encontraré un hogar en el que sentirme completamente a gusto mientras todas las personas que quiero están a kilómetros y kilómetros, cada vez más gente y más lejos porque quien se desplaza suelo ser yo.

Aquí no huele a azahar, como en Sevilla, ni a borra de caballo salvo en San Isidro (el 15 de mayo) en el que las calles están tan llenas de herraduras como de neumáticos. Pero huele a tierra mojada (y ha olido mucho a tierra quemada) y a naranjas que no están metidas en ninguna bandeja con papel film transparente, sino formando parte de los árboles, como una tentación constante en los días de campo y caminata. Y huele a flores, a menudo, y se ve alguna lila que crece sola y que te hace preguntarte qué caminos recorrió. Y suena el agua de los ríos, del río Sever, del río Alburrel, del Tajo majestuoso pasando por Herrera de Alcántara y por Cedillo, con atardeceres en los que el sol se cae entre dos montañas y que cada día que visitas te ofrece, como un regalo hermoso, un paisaje completamente nuevo.


Y hay más olores, sí: el olor de la flor de jara, que yo jamás había visto y que se ha convertido en mi favorita, blanca, grande y amarilla, poblando las lindes de las carreteras, mostrándole al caminante que hay vida más allá del coche.
En estas tierras he descubierto a cambiar una pantalla de cine por unos paisajes inmensos, por las piedras viejas y por paseos al lado de una vía de tren comiendo naranjas ácidas, como a mí me gustan. He descubierto que puedo vivir con dos o tres bares tan sólo y con un café en el Cruce con tarta de queso, la mejor tarta de queso del mundo y con trayectos a la piscina natural de A Portagem en verano, para no bañarme porque el agua está helada..


Y he descubierto, también, que soy lenta para contar lo que ocurre dentro, que necesito un espacio grande y mío, que sigo aprendiendo a ponerle nombre a los desencantos y que puedo ser absurda y patética, pero que ya no sé cómo entrar en los demás para quedarme.


Estos días me he sentido en casa en Madrid, en la casa cinematográfica que es esa ciudad, caminando por el metro sin perderme y recuperando la capacidad de asombro ante una sociedad a la que no pertenezco, llena de hormigas que no te piden perdón cuando te pisan y de gente que no sonríe ni se entristece porque tienen todos la misma cara. Me asombro, también, cuando veo a hombres abrazándose y besándose, alegres de verse un día más porque aquí los gestos masculinos de cariño están prohibidos y los femeninos se circunscriben a las relaciones de pareja. Aprendo a mirar y a crecer, aunque siga pensando que no soy más que una niña sin raíces porque tampoco yo las tengo, porque nunca existe el lugar perfecto en el que quedarse, a pesar de que, de vez en cuando, sobrevenga esa sensación de estar en el mejor sitio del mundo, en el único sitio en el que podrías quedarte por ahora.


Valencia de Alcántara, la comarca, puede ser un buen candidato, aunque no me acostumbre a estas relaciones, aunque la mitad de las veces no sepa cómo hablar ni cómo expresarme, aunque a menudo me parezca que he dejado de guardia a un yo equivocado que vive los días pendiente de noticias, de páginas de libros que me sé de memoria, de reflexiones que articulo en el poco tiempo que me queda, de conversaciones en las que participo sin estar del todo porque me pierdo con los términos agrarios y con los localismos y con ese portuñol que no acabo de entender.


Y sin embargo, sonrío, aunque muchas veces espere el momento de desplazarme otra vez para sentirme en casa, en Sevilla, en Madrid, en Lisboa, en Granada, en Badajoz, porque mi patria ya son sólo unas pocas personas que me recuerdan que hubo raíces, a veces, pocas raíces, por unos pocos años, que se plantaron despacito pero que, sin embargo, crecen con cada reencuentro y me hacen recordar lo mal que llevo vivir lejos de la gente que me quiere, porque ya no tengo territorios de infancia. Mi territorio comenzó a los 18 años, el resto queda ahí, vuelve de vez en cuando, pero es una nebulosa. Febrero de 2004

domingo, 4 de diciembre de 2005

La Balada del Café Triste

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Ante todo, el amor es una experiencia compartida por dos personas, pero esto no quiere decir que la experiencia sea la misma para las dos personas interesadas. Hay el amante y el amado, pero estos dos proceden de regiones distintas. Muchas veces la persona amada es sólo un estímulo para todo el amor dormido que se ha ido acumulando desde hace tiempo en el corazón del amante. Y de un modo u otro todo amante lo sabe. Siente en su alma que su amor es algo solitario. Conoce una nueva y extraña soledad, y este conocimiento le hace sufrir. Así que el amante apenas puede hacer una cosa: cobijar su amor en su corazón lo mejor posible; debe crearse un mundo interior completamente nuevo, un mundo intenso y extraño, completo en sí mismo. Y hay que añadir que este amante no tiene que ser necesariamente un joven que esté ahorrando para comprar un anillo de boda: este amante puede ser hombre, mujer, niño; en efecto, cualquier criatura humana sobre esta tierra. Pues bien, el amado también puede pertenecer a cualquier categoría. La persona más estrafalaria puede ser un estímulo para el amor. Un hombre puede ser un bisabuelo chocho y seguir amando a una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw dos décadas atrás. Un predicador puede amar a una mujer de la vida. El amado puede ser traicionero, astuto o tener malas costumbres. Sí, y el amante puede verlo tan claramente como los demás, pero sin que ello afecte en absoluto la evolución de su amor. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor turbulento, extravagante y hermoso como los lirios venenosos de la ciénaga. Un buen hombre puede ser el estímulo para un amor violento y degradado, y un loco tartamudo puede despertar en el alma de alguien un cariño tierno y sencillo. Por lo tanto, el valor y la calidad del amor están determinados únicamente por el propio amante. Por este motivo, la mayoría de nosotros preferimos amar que ser amados. Casi todo el mundo quiere ser el amante. Y la verdad a secas es que de un modo profundamente secreto, la condición de ser amado es, para muchos, intolerable. El amado teme y odia al amante, y con toda la razón. Pues el amante está tratando continuamente de desnudar al amado. El amante implora cualquier posible relación con el amado, incluso si esta experiencia no puede causarle más que dolor.

Carson McCullers.

Cuadro de Edward Hopper

Miedo

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No sé, nunca he sabido, cómo guardarme el miedo. El miedo es el sentimiento más poderoso que existe, escribí una vez: más fuerte que el amor y más que el odio. Porque el amor y el odio te hacen avanzar en alguna dirección, pero el miedo te ata los pies al suelo, como raíces deformes, y no te da opción, ninguna opción, a avanzar o a retroceder.
Hubo un tiempo en que creí posible conjugarlo con palabras. Saberlo desde dentro, hacerlo mío, analizarlo, desgranarlo, destrozarlo, desaparecerlo. Pero el diccionario no me sirve, no me ha servido, para apartar ese sabor seco, la garganta de arena, la inmovilidad, el dolor de los músculos.
Se puede convivir con algo siempre y no volverse loco. Ya lo sé. Una aprende hasta a admitirlo. Lo dice en voz alta, tan tranquila, tan calmada, que parece que no afecta. Segura del todo, enarbolas el miedo, lo llamas, le pones nombre. Lo convocas. Los hombros alerta, los ojos abiertos, la quietud más pura.
Y el asombro.
No sé, nunca he sabido, cómo guardarme el miedo. No hay ninguna causa: sólo aparece. No lo vencen ni las palabras, ni los amores, ni los amigos. Ni siquiera los amigos. Ya no intento enterrarlo, sólo lo observo como quien mira al compañero más fiel que ha tenido nunca. Porque al final es eso y sólo eso.
No te echaré de menos si decides irte.